sábado, 13 de diciembre de 2008

LUDOVIC

EDWARD S. CURTIS "Ndee Sangochonh, Apache Indian"

Desde los lejanos años de su adolescencia, Ludovic había sentido un gran interés por la vida de los pieles rojas. Sabía situar con exactitud sobre los mapas de América los territorios donde habían vivido los wichita, sioux, arapahoes, cheyennes, wisham, qahátikas, kiowas, hopis, arikaras, navajos y otras decenas de tribus indias. Conocía sus costumbres ancestrales, sus ritos secretos, sus tácticas de caza, los vestidos que utilizaban en sus ceremonias, sus recursos medicinales y sus alimentos. También era capaz de diferenciar sin vacilación, de entre las diferentes razas indias, a los habitantes de los poblados de adobe de los desiertos del Sur de aquellos que se dedicaban a la caza de búfalos en las praderas inmensas, y a quienes vivían en el interior de los bosques de los habían llegado a ser, durante siglos, los únicos ocupantes conocidos de las heladas tierras del Norte.

Ludovic, cuya extraña apariencia, muy pálido y vestido siempre de negro, recordaba a Buster Keaton o a Harold Lloyd, tenía una gran cantidad de libros y grabaciones acerca de estas tribus legendarias, y había visto infinidad de películas y documentales sobre ellas. En cierta ocasión, para asistir a una fiesta de disfraces se vistió como un pawnee, afeitándose la cabeza y pintando su cara de rojo, aunque tuvo tan poco éxito que todos le confundieron con un punkie o un skin head.

El muchacho era un gran admirador de Edward Sheriff Curtis, el famoso fotógrafo que dedicó su vida a recorrer las llanuras, los bosques y los colinas desérticas donde vivían aquellos maravillosos salvajes, retratando con su cámara fotográfica los últimos vestigios de unas culturas, emparentadas entre sí pero a la vez muy distintas, que se encontraban al borde de la desaparición. Así que cuando acabó sus estudios elementales y tuvo que elegir una profesión, Ludovic eligió ser fotógrafo, y se aplicó en estudiar y practicar con gran pasión el arte de dibujar con la luz. Pero no quiso renunciar a realizar estudios superiores, y para ello optó por la Filosofía, una ocupación olvidada y con escaso prestigio en la era de las máquinas.

Sus amistades anarquistas de aquellos tiempos y las lecturas filosóficas con las que dio sus primeros pasos por los etéreos caminos del pensamiento, libros de profetas del nihilismo, que defendían una visión muy pesimista acerca del mundo, le llevaron a la conclusión de que la civilización occidental estaba viviendo también sus últimos momentos, previos a su desaparición, como en su día ocurriera con los pieles rojas y con muchos otros pueblos y grandes imperios del pasado. Asumiendo este hecho como cierto e incontestable, Ludovic tomó la decisión de dedicar su vida a recoger en imágenes los últimos años de su propia cultura, a punto de extinguirse o de sufrir mutaciones irreversibles, tal y como Mr. Curtis hiciera en el territorio de los Estados Unidos con las naciones indias.

Ludovic centró su actividad en los países más desarrollados, sobre todo en Bélgica, donde había nacido, y en el resto del mundo occidental, incluyendo también en sus reportajes a los países por entonces comunistas, a Australia, Canadá y los Estados Unidos. En su opinión, los modos de vida del llamado Tercer Mundo, desde los habitantes de las selvas amazónicas a los pueblos de las estepas asiáticas, desde los aborígenes de Oceanía hasta la miríada de etnias que forman el África negra o las tribus y naciones musulmanas, aferrados aún, en buena parte, a sus tradiciones milenarias, iban a ser los únicos que perdurasen después de que la civilización occidental desapareciese, y serían tomados como modelos a partir de los cuáles construir las futuras generaciones. Y todo ello a pesar de que en la actualidad estén considerados pueblos incultos o subdesarrollados, sumidos en la superstición o sometidos cruelmente por creencias equivocadas o anacrónicas.

Así, según Ludovic, la raza humana habría de volver, tarde o temprano, a sus orígenes, que él situaba en la tribu, en la cual los terribles problemas creados por el progreso y la vida civilizada, como la pobreza, la marginación social, el paro, la destrucción del medio ambiente, la soledad en las ciudades superpobladas, o el abandono en que se encuentran los ancianos, los discapacitados o los enfermos psíquicos, tenderían a desaparecer por sí solos.

En sus fotografías, dominadas por virajes azules y rojizos, donde juegan a superponerse innumerables tonalidades de gris, aparecen prisioneros a punto de ser fusilados, vagabundos, carniceros descuartizando una vaca, cazadores de palomas, hombres famélicos que comen ratas, muchachos dormidos ante la televisión, cines casi vacíos, ancianos comiendo helados, mujeres ajustándose la ropa interior, bebés nacidos con deformidades, mecánicos de coches, pequeños comerciantes que cuentan una y otra vez su dinero, empleados del zoológico, muertos en accidentes aéreos, hombres desfogándose con prostitutas, parejas cogidas de la mano que miran hacia sitios opuestos, militares asesinados por una bomba, muchachos que golpean a una chica con un puño de hierro, cadáveres desnudos, condenados a muerte, estudiantes que se observan de reojo por encima de sus libros abiertos, sacerdotes de piel muy pálida, negros que saltan vallas, conductores que golpean sus cabezas contra el volante, alcohólicos caídos entre bolsas de basura, parejas practicando felaciones, habitantes de los túneles del metro, amantes felices, posibles suicidas que aparecen ahogados en las playas, y niños, muchos niños, que lo miran todo, que descubren la podredumbre que encierra todo, y preparan, sin que ellos mismos sean capaces de imaginarlo, un futuro distinto.

Ludovic nunca retrata edificios suntuosos o grandiosas perspectivas, ni tampoco objetos geométricos, espirales o hermosos paisajes que no contengan seres humanos. En ocasiones las personas apenas se pueden entrever en las imágenes que toma, pero siempre están allí, a menudo ocupando un pequeño espacio casi imperceptible, y en otras ocasiones, amontonándose, quitándose el primer plano los unos a los otros, luchando por ocupar un lugar en ese futuro del que, sin que lo sepan, son la negación.

El dominical de 'Le Monde' le dedicó un artículo de cuatro páginas, y su pequeña exposición, por la que apenas habían pasado diez o doce personas durante toda la semana anterior, se llenó los dos últimos días, y hubo que prorrogarla. Recibió más encargos de los que podía atender y fue invitado a participar en una serie de conferencias sobre el final del milenio, junto a renombrados artistas, sociólogos y literatos. Ludovic apenas fue capaz de explicar vagamente algunas de sus ideas, quizás porque no tenía más que unas pocas y eran muy simples.

Hace un mes, mientras ordenaba viejos papeles, encontré un recorte de prensa que hablaba sobre él, fechado once años atrás. He tratado de localizarlo durante varias semanas, con ayuda de unos amigos periodistas y de mi ex-amante, una policía de la Gendarmerie. Solamente he logrado averiguar unos pocos datos sobre su vida actual. Reside en un pueblecito de Las Landas francesas con una mujer que tiene una hija de quince años de otra relación anterior, sin haberse casado, conduce un pequeño Peugeot y trabaja en una negocio de reportajes fotográficos, no demasiado próspero, instalado en un destartalado local de alquiler, cuyo nombre indio “Le Tomahawk Photo Centre”, me hizo sonreír.


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