ÁLVARO REJA
Cada vez que descubren sus huellas muchos pierden el tiempo tratando de averiguar qué clase de pájaro fue a visitarlos o a qué especie animal, aérea, acuática o terrestre pertenece ese muchacho extraño.
Días después, en la habitación número nueve del burdel que visita con frecuencia aparece el cadáver de un hombre. Huellas de pájaro vienen y van desde el cuarto donde acudía en busca del amor o el destino. Las muchachas recuerdan los extraños pasos de Genji y acuden a denunciarlo. En el patio de su casa de tejados rojos, situada en una de las calles más oscuras del puerto, los gendarmes lo interceptan, acusándolo del terrible crimen.
Él permanece mudo. Su abogado exhorta a la razón del jurado, formado por devotas esposas y por hombres que visitan secretamente los prostíbulos. “Hay muchos hombres y mujeres que dejan a su paso huellas de pájaro”, argumenta el letrado, “hay entre nosotros hombres-búho, cárabos, azores, vencejos, mujeres-urraca. Las huellas por sí solas no son prueba suficiente para decidir con justicia”.
Muchos quieren que muera, pero al final se condena al muchacho a diez años de exilio. Un avión militar lo traslada a una isla abandonada del Atlántico, muy cerca del Trópico. Genji aprende el idioma de los nativos. Una mujer de la isla le pide que sea su hombre y que viva con ella. Construyen una chabola junto al mar donde crecen sus polluelos, niños indígenas de ojos escrutadores y abiertos, con pequeños pies de pájaro.
La mirada aviesa de Genji se vuelve dulce y cariñosa. Cuando, transcurrido el tiempo de su pena, vuelve un avión a buscarlo habla en voz baja con los guardias. Les dice que no quiere regresar al lugar que hechizó su infancia y envenenó su mirada. Poco después, desde su humilde hogar, observa feliz como el aeroplano alza el vuelo, dejando diminutas volutas de fuego sobre el mar.
Genji mira a todos con ojos aviesos, como si buscase la oportunidad de devolver antiguas ofensas. Cuando camina, deja huellas de pájaro en el piso de su calle, en las tiendas, en los cuartos que recorre cada día, en las casas de sus conocidos, en los bares, en los lugares de apuestas y citas clandestinas.
Cada vez que descubren sus huellas muchos pierden el tiempo tratando de averiguar qué clase de pájaro fue a visitarlos o a qué especie animal, aérea, acuática o terrestre pertenece ese muchacho extraño.
Días después, en la habitación número nueve del burdel que visita con frecuencia aparece el cadáver de un hombre. Huellas de pájaro vienen y van desde el cuarto donde acudía en busca del amor o el destino. Las muchachas recuerdan los extraños pasos de Genji y acuden a denunciarlo. En el patio de su casa de tejados rojos, situada en una de las calles más oscuras del puerto, los gendarmes lo interceptan, acusándolo del terrible crimen.
Él permanece mudo. Su abogado exhorta a la razón del jurado, formado por devotas esposas y por hombres que visitan secretamente los prostíbulos. “Hay muchos hombres y mujeres que dejan a su paso huellas de pájaro”, argumenta el letrado, “hay entre nosotros hombres-búho, cárabos, azores, vencejos, mujeres-urraca. Las huellas por sí solas no son prueba suficiente para decidir con justicia”.
Muchos quieren que muera, pero al final se condena al muchacho a diez años de exilio. Un avión militar lo traslada a una isla abandonada del Atlántico, muy cerca del Trópico. Genji aprende el idioma de los nativos. Una mujer de la isla le pide que sea su hombre y que viva con ella. Construyen una chabola junto al mar donde crecen sus polluelos, niños indígenas de ojos escrutadores y abiertos, con pequeños pies de pájaro.
La mirada aviesa de Genji se vuelve dulce y cariñosa. Cuando, transcurrido el tiempo de su pena, vuelve un avión a buscarlo habla en voz baja con los guardias. Les dice que no quiere regresar al lugar que hechizó su infancia y envenenó su mirada. Poco después, desde su humilde hogar, observa feliz como el aeroplano alza el vuelo, dejando diminutas volutas de fuego sobre el mar.
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