martes, 2 de diciembre de 2008

AUTOMÓVILES ABANDONADOS



Cada objeto tiene su alma. Las cosas oyen, respiran, ven con ojos sin materia viva, sin células auditivas, sin pulmones, sin minúsculos conos o bastones.

Los objetos piensan. Piensan las señales de tráfico, los postes de luz, las cafeteras, las camisas, las sillas, las latas abandonadas, las bombillas inservibles de filamentos rotos.

Los objetos tienen alegrías y depresiones profundas, deseos, amores y odios que están hondamente arraigados en su interior inerte.

Mi automóvil no me tiene simpatía. Funde sus luces a propósito, afloja los neumáticos, colapsa la calefacción o el aire climatizado. Pero yo me he ganado su odio. Soy demasiado torpe para dirigir sus pasos de ciervo metálico. No lo he cuidado durante años y ahora se venga con su férreo desprecio. Lo abandono cada noche en mitad de la calle y él me mira con una mezcla de incredulidad y tristeza, como si fuera un niño indefenso a quien nadie quisiera.

Los objetos tienen vida. Hablan entre sí cuando salgo de casa o estoy durmiendo, de noche. Sé muy bien que me critican a mis espaldas, que desearían pertenecer a otro. Pero casi siempre están callados, pues muy poco de lo que hagamos les interesa. Les aturde el movimiento excesivo, la algarabía, las risas y los gritos, los haces de luz, los niños que pasan corriendo a toda velocidad.

Los objetos creen pertenecer a una especie superior a nosotros. Nos observan inmutables, de un modo displicente y solo hablan entre ellos, en una conversación sin palabras.


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