Cuando empezó la guerra con los pigmeos nos despedimos con un beso de nuestras esposas y amantes, tan ardientes y felices como si se alejaran de nosotros para siempre o aguardaran heredar por fin nuestra escasa fortuna. Nos abrazaron con una pasión desconocida y acariciaron el centro de nuestro pecho como si tocaran el agujero de la bala que habría de matarnos.
Después acabamos por irnos, pero el convoy nunca partió. Un extraño armisticio acabó con nuestra aventura. Al volver, todos nos evitaban, nadie quería ser visto con nosotros, nuestros hijos se reían a escondidas. Durante aquellas noches, avergonzados, nos fuimos a dormir a la playa. Mientras soñábamos con pequeñas muchachas de piel negra, con bombardeos y botines fabulosos, nadie escuchó acercarse las canoas de los pigmeos, que con las luces apagadas surcaban el océano tenebroso.
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