Cuando lo vi nacer, en la misma sala de partos, supe que aquella diminuta criatura no era hijo mío, que ni siquiera era un ser humano. Era un extraño que se había servido de mi mujer y de mí para llegar a este mundo, desde un lugar espectral, desde el fin de las estrellas.
Me miró, cubierto de meconio, moco y secreciones y en un solo segundo supe que no sería jamás capaz de llegar a quererlo, de entender su corazón o vencer su voluntad.
No se porqué razón escogió este planeta, que no es, tal vez, el peor de los lugares posibles, pero que dista mucho de ser un territorio perfecto, un mundo maravilloso y feliz. Cada año mueren en él millones de niños indefensos, otros millones pasan penurias sin cuento, seres humanos inocentes son asesinados, bombardeados, mutilados por minas, ametrallados, asaltados, amenazados, engañados o vejados de mil maneras.
Aún así, lo crié durante años, contemplándolo con gran prevención. Él también me observaba mientras iba adquiriendo las fuerzas necesarias para llevar a cabo sus planes oscuros, que yo ignoraba. A veces, de madrugaba, me despertaba y lo veía en mi cuarto, mirándome fijamente con sus ojos traslúcidos, con una expresión de otro mundo.
Cuando tuvo 16 años, desapareció sin decir nada. Desde entonces no he tenido noticias de él, no se donde puede estar ni cual puede ser su objetivo en la Tierra. Tal vez un día lo sepa, quizá lo vea en las noticias como responsable de alguna cruel matanza o lo descubra dirigiendo un poderoso país, como un cruel dictador o un demócrata sanguinario.
No se nada de él y me siento aliviado. Sin embargo, a veces echo en falta sus miradas oblicuas, su violencia escondida, sus amenazas sin palabras. Entonces añoro, extrañamente, mi propio miedo.
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