domingo, 3 de mayo de 2009

LA PRINCESA DRAGÓN

SALVADOR DALÍ

A sus 20 años Juha, la Princesa Dragón, estudiaba Arte en Bayona. Su familia había llegado a Francia procedente del Extremo Oriente hacía más de 30 años. Recorrieron varias ciudades: Lyon, París, Marsella o Pau, siguiendo la errática trayectoria profesional del padre, profesor de artes marciales en gimnasios privados e instructor en academias policiales, hasta instalarse en Biarritz, en una casa no muy lujosa con vistas al mar.

En una fiesta universitaria, la princesa conoció a un muchacho llamado Zev. Nada más verla él reconoció su origen real, que pasaba desapercibido para muchos otros y quedó fascinado. Juha era menuda, delgada y de ojos verdes. En vez de elegantes trajes de seda vestía habitualmente jeans desgastados y una cazadora negra de cuero. Zev había tenido relación con varias chicas, burguesas y proletarias, estudiantes o trabajadoras de supermercados, pero jamás había sentido una atracción tan fuerte como la que notó desde el primer instante hacia esa extraña princesa de incógnito.

Insistió cientos de veces ante ella, no por persistencia, orgullo o deseo de dominación, sino simplemente porque no podía evitarlo. Juha acabó accediendo. Desde su primera cita, Zev vivía en una nube, pero poco a poco se fue acostumbrando a su presencia y la Princesa Dragón le empezó a parecer una persona corriente, que en poco se diferenciaba de las otras chicas con las que había tratado. Así, la relación se malogró en unos años, por su propia desidia.

Hoy, que han pasado ya quince años desde entonces, Juha no vive en un palacio, sino en un apartamento espacioso de cuatro habitaciones. Se casó con un miembro de la nobleza local, y tuvo cuatro vástagos, tres niñas y un niño, de lejanos nombres asiáticos, que si bien parecen chiquillos normales, similares a los demás, esconden sin duda, como Juha, sangre de princesas y príncipes de Oriente.

A veces Zev los ve atravesar los paseos que recorren la pequeña ciudad bordeando el mar Cantábrico. Él los saluda amablemente, con un suave “Bonjour”, pues sabe que ella detesta las reverencias. Juha lo mira a su vez y sonríe, contemplando el paso de la vida por él. Tras estos tímidos encuentros, Zev se queda distraído y melancólico, como un monarca exiliado que hubiera perdido su reino para siempre, y vuelve a casa aturdido, escuchando el monótono rumor de las olas.


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