domingo, 24 de mayo de 2009

AUGURIOS DEL FUEGO



Jacobe aprendió desde muy pequeño a interpretar los augurios del fuego. Nadie le enseñó a hacerlo. Vivía en el campo con sus padres, era hijo único y no tenía amigos. Hablaba con los perros, con los gatos, con las ardillas y las arañas. De noche se quedaba mirando a las llamas de la chimenea de su casa y veía en ellas el pasado y el futuro de sí mismo y de sus conocidos, sin equivocarse nunca. A veces, en un pequeño terreno apartado, inclinado y lleno de imperfecciones que pertenecía a su padre prendía grandes hogueras de ramas secas. Hasta allí acudían los espíritus que duermen en el fuego y al mirarlos Jacobe descubría claramente el camino de su vida y el destino del mundo.

Su fama de augur se fue extendiendo en los años siguientes, y aún dura hasta hoy. Un simple fósforo le ayuda a concentrarse en el extraño poder de las llamas. Jacobe adivina guerras y crisis, desamores y enfermedades. Cuando ejerce esta extraña destreza ante otros no calla nada, accidentes, separaciones, nacimientos, viajes, intervenciones quirúrgicas, pérdidas laborales, amores rotos o recuperados. Algunos, después de acudir donde él regresan llorando a sus casas, otros se sorprenden de descubrir ante sí un destino brillante o se conmocionan al conocer el día de su muerte, que ellos mismos pidieron saber.

Jacobe no cobra nada por ejercer su labor de adivino y profeta. Solo obtiene amistades, comidas frugales, botellas de vino, regalos sin mucho valor, favores personales. Su mayor ganancia, sin embargo, fue conocer a la mujer que hoy vive con él, que desde entonces no asiste jamás a sus rituales de fuego. Cuando llegó a su casa, entristecida por un amor roto, él vio en la pequeña llama de una vela que aquella muchacha, tan hermosa a sus ojos, sería su esposa. Avergonzado, no supo qué decir y dejó que se fuera. Después, arrepentido, corrió tras ella. La encontró en la parada del autobús. Jacobe, bajo la lluvia, le regaló el erizo vacío de un castaño y después se quedó aguardando, con los ojos cerrados, que se cumpliera, una vez más, el milagro que los espíritus del fuego le susurraban al oído.


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