jueves, 28 de mayo de 2009

LA DANZA DEL DIABLO

EDWARD SHERIFF CURTIS (Dancing to Restore an Eclipsed Moon)


De noche, en el poblado acoma, las viviendas de arcilla agrietadas por el viento caliente se dibujan como fantasmas sobre un cerro arenoso. Los guerreros bailan la Danza del Diablo, tratando de ahuyentar o debilitar a los espíritus que amenazan a su pueblo, tan poderosos como las tormentas que cruzan el desierto. Creen que son los demonios del mal quienes envían, con la intención de destruirles, a los hombres que atraviesan sus tierras a caballo, armados con arcabuces y protegidos con armaduras de metales brillantes.

Hijos de pueblos prehistóricos ya olvidados, descendientes de culturas milenarias, viven en la Ciudad del Cielo, el asentamiento humano más antiguo de toda América, construido en un lugar inaccesible para sus enemigos, indios de otras tribus o invasores llegados de los países del sur. Se llaman a sí mismos “acoma”, que en su lengua, el idioma keresan, significa “los habitantes de la roca blanca”.

Los indios confían ciegamente en sus dioses, que les enseñaron las ceremonias sagradas y les proporcionan cada día su sustento. Son espíritus poderosos, que sólo viven cortas temporadas entre ellos y luego desaparecen para volver a su morada habitual, en la Mesa Encantada, un promontorio que se eleva a poco más de cien metros sobre la meseta, y cuyos muros están cubiertos desde tiempos antiguos por figuras chamánicas y pictogramas escritos en la roca, tan misteriosos para el hombre blanco como para los propios indios.

Los españoles, cuatrocientos jinetes, buscan riquezas míticas, ciudades guardadas por muros de oro y minas de plata que nunca se agotan. Para explotarlas cuentan con utilizar la mano de obra gratuita de los indios pueblo, los acoma, hopis, zuni y laguna, habitantes sedentarios de las largas extensiones al norte del Río Grande. Los invasores llevan documentos firmados por la Corona española que certifican que las tierras de los indios les pertenecen. Tras superar con dificultad cumbres nevadas y desiertos, abismos y profundas gargantas, después de haber atravesado cansinamente el Paso del Norte, levantan sus campamentos junto al río Chama, y envían pequeños grupos de exploradores en todas direcciones, buscando un tesoro que no existe.

Los conquistadores llegarán hasta el Gran Cañón, donde los dioses han moldeado la roca durante miles de años, demostrando a los hombres su poder lento y sosegado, emparentado con los huracanes y la lluvia. Desde allí miran las águilas que vuelan sobre el aire vacío y las bandas nómadas que atraviesan, a lo lejos, el fondo del cañón, unidas a la tierra como los rastrojos, los rayos de sol y las tormentas.

Desilusionados por no hallar ningún tesoro, enfermos o terriblemente cansados, los soldados discuten apasionadamente sobre la conveniencia de regresar a sus ciudades del Sur. El jefe de la expedición, Juan de Oñate, casado con la nieta de Hernán Cortés, se muestra brutal con ellos y ajusticia a muchos de los descontentos. Los combatientes acoma los acosan. Emboscan a las tropas, y matan a once soldados.

Oñate se venga de los indios con más brutalidad aún que la que utiliza con sus hombres. Invade con su tropa el poblado acoma y ejecuta sin piedad a quinientos hombres y trescientas mujeres y niños. Los supervivientes son condenados a trabajos forzados y a todos los mayores de veinticinco años se les corta un pie.

Los expedicionarios regresan vencidos. Juan de Oñate emprenderá varias expediciones más para descubrir el legendario tesoro de Quivira, pero siempre volverá con las manos vacías. Mientras tanto, su colonia se irá disgregando. Cuando por fin abandona la búsqueda, resignado, tendrá que afrontar un proceso por los crímenes cometidos durante su gobierno. Es hallado culpable de crueldad, inmoralidad y falsedad de documentos y exiliado de la colonia, confinado y privado de sus títulos.

En los años venideros, el noroeste de México será únicamente un puesto avanzado, rodeado por fieros indios que poco a poco serán domesticados y, sin embargo, abandonados a su suerte.

Siglos después, el mineral de uranio sustituye al oro y nuevos grupos de invasores llegan desde el norte a los poblados donde viven los descendientes de los acoma, en modernos vehículos todo terreno, armados con nuevos documentos que garantizan que esas tierras les pertenecen. No hay guerreros que puedan luchar contra ellos, y aunque el chamán de la tribu hiciera sacrificios para pedir la intervención de los dioses antiguos, encontraría que hace años abandonaron la Mesa Encantada y que nadie conoce su paradero.


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