TAMARA DE LEMPICKA (Young Girl with Gloves)
Recibió una amenaza de muerte. Estaba escrita a mano, en letras rojas, sobre un recibo enviado a su nombre hace tiempo por la compañía eléctrica.
Reconoció la letra de inmediato. Era de una mujer con la que convivió unos meses y que lo había abandonado dos años atrás. La última vez que la vio, justo en la habitación donde ahora se encontraba, se pelearon hasta llegar a golpearse, como dos púgiles que trastabillean en un ring. Cayó al suelo y ella lo siguió dando patadas en un costado y en la cara, mientras lo insultaba y lo miraba sollozando. Cuando al fin salió de casa, atormentada, el muchacho, con el cuerpo dolorido, vio desde el balcón a su nuevo amante que la esperaba en un coche con las puertas abiertas.
No había logrado olvidarla en aquel tiempo. Muchas veces había pasado delante de su casa con la esperanza de verla. En una ocasión le dejó una carta en su buzón con una fotografía que había robado el día de su despedida. “Este sobre está impregnado en curare” -escribió en su envés- “quedarás inmovilizada en el momento en que la abras y respires una sola vez. Después morirás con terribles dolores”.
Aquella noche la estuvo esperando hasta la medianoche. Ella estuvo afuera aguardando a que la luz se apagara y con las llaves oxidadas que no había utilizado en dos años entró con cuidado, sujetando firmemente un revólver. Lo halló dormido y se acostó junto a él, desnudándose apresuradamente mientras introducía el cañón en su boca. Hicieron el amor salvajemente, como dos nuevos amantes.
Ella mordía su cuerpo de una forma feroz. Le golpeaba en el pecho con su frente y dibujaba caminos insospechados hacia su sexo con el cañón de su arma. Durmieron abrazados como dos muchachos de las calles, con sus miembros rígidos, congelados por el frío del alba.
Poco antes de amanecer se escuchó una sola detonación. Un disparo le había destrozado la mano derecha. Ella lo vendó apresuradamente, disculpándose, lamiendo la sangre que escapaba a borbotones por los bordes blancos, mientras el hombre gemía en voz muy baja, buscando desesperadamente, con espasmos de dolor, el hueco abierto en su cuerpo.
Lo dejó en un hospital y desapareció por un tiempo. No cogió el teléfono, evitó las calles cercanas a su casa, el gimnasio, los bares comunes. Volvió a encontrarle en unos meses, en una sesión de danza, acompañado por otra muchacha. Los siguió en secreto hasta cerca de su casa, observando sus abrazos y cuando no pudo más, se acercó y sin una palabra, disparó de nuevo entre el espacio que los unía, de donde escaparon, como espíritus malheridos, pequeñísimas gotas de sangre.
No había logrado olvidarla en aquel tiempo. Muchas veces había pasado delante de su casa con la esperanza de verla. En una ocasión le dejó una carta en su buzón con una fotografía que había robado el día de su despedida. “Este sobre está impregnado en curare” -escribió en su envés- “quedarás inmovilizada en el momento en que la abras y respires una sola vez. Después morirás con terribles dolores”.
Aquella noche la estuvo esperando hasta la medianoche. Ella estuvo afuera aguardando a que la luz se apagara y con las llaves oxidadas que no había utilizado en dos años entró con cuidado, sujetando firmemente un revólver. Lo halló dormido y se acostó junto a él, desnudándose apresuradamente mientras introducía el cañón en su boca. Hicieron el amor salvajemente, como dos nuevos amantes.
Ella mordía su cuerpo de una forma feroz. Le golpeaba en el pecho con su frente y dibujaba caminos insospechados hacia su sexo con el cañón de su arma. Durmieron abrazados como dos muchachos de las calles, con sus miembros rígidos, congelados por el frío del alba.
Poco antes de amanecer se escuchó una sola detonación. Un disparo le había destrozado la mano derecha. Ella lo vendó apresuradamente, disculpándose, lamiendo la sangre que escapaba a borbotones por los bordes blancos, mientras el hombre gemía en voz muy baja, buscando desesperadamente, con espasmos de dolor, el hueco abierto en su cuerpo.
Lo dejó en un hospital y desapareció por un tiempo. No cogió el teléfono, evitó las calles cercanas a su casa, el gimnasio, los bares comunes. Volvió a encontrarle en unos meses, en una sesión de danza, acompañado por otra muchacha. Los siguió en secreto hasta cerca de su casa, observando sus abrazos y cuando no pudo más, se acercó y sin una palabra, disparó de nuevo entre el espacio que los unía, de donde escaparon, como espíritus malheridos, pequeñísimas gotas de sangre.
2 comentarios:
Madre mía, hay amores que matan desde luego.
Ni contigo ni sin tí.
Saludos.
A.
Hola! Pues sí, creo que a todos nos han matado o hemos matado alguna vez en asuntos amorosos (figuradamente, claro). Espero que todo te vaya muy bien, A.
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