martes, 19 de mayo de 2009

PASEOS POR EL FONDO DEL MAR

SALVADOR DALÍ
(Niña levantando la piel del agua para ver un perro dormido a la sombra del mar)


Aprendí a nadar ya muy mayor. Pasé un año de curso en curso, tragando toneladas de agua clorada, practicando el crawl y la braza. Después, cuando ya era capaz de cruzar, respirando por mí mismo, la frontera que separa el agua del aire, me apunté a un curso de buceo. Me gustó tanto la sensación que percibí bajo el agua, como si volviera a flotar en el líquido amniótico de mi madre, que me compré mi propio equipo, y elegí cuidadosamente, año tras año, los destinos de mis vacaciones en función de que me permitieran la posibilidad de realizar paseos por el fondo del mar.

En uno de mis viajes acabé en Cahuita, en el Caribe costarricense. Fui hasta allí con una amiga que ni siquiera sabía nadar, y que se apuntó al viaje a última hora. Yo, por alguna razón, pensaba que estaba enamorada de mí, pero al día siguiente de nuestra llegada conoció a un muchacho negro, atlético y corpulento, del que no se separó durante toda nuestra estancia y que fue vaciando, poco a poco, su reserva de dólares y colones, la moneda local. Mi compañera de viaje apenas dormía en nuestro hotel, así que tenía libre la mayor parte del día y de la noche.

Visité la mayoría de los pueblos y ciudades de la costa caribeña, Limón, Manzanillo o Puerto Viejo. Conocí a muchos extranjeros, la mayoría artistas, que habían decidido instalarse o que estaban pasando una temporada en ellos. Fotografié hermosos pájaros y observé peces y tortugas, sin pensar jamás en atrapar o quitar la vida a ninguno de ellos, pues los considero unos seres misteriosos y a la vez sagrados, dueños de un mundo inaprensible, muy distinto del nuestro, pero igualmente valioso.

Unos días antes del final de las vacaciones conocí a una muchacha argentina que vendía collares en la zona turística de Cahuita. Me sentí tan atraído por ella que la invité a tomar algo esa misma noche. Fuimos inseparables durante tres días. Me contó que vivía en Méjico y que había llegado a esta zona, donde abundaban los turistas, para vender sus propias creaciones manuales. Buceamos juntos, tomamos el sol, comimos, nos emborrachamos, nos besamos y pasamos juntos dos largas noches de un amor intenso, en la que cada pequeña región de su cuerpo se convirtió para mí en un descubrimiento más importante que El Dorado o que un tesoro perdido de los indios que habitaron esta región.

El último día me acompañó, con mi pesada maleta, a la parada de las guaguas. Allí nos despidió a mi amiga, que había aparecido al fin, cansada y un poco aturdida y a mí. Un viejo autobús nos llevó hasta Limón, y allí tomamos otro a San José, que nos dejó en el mismo aeropuerto. Mi amiga casi no habló en todo el viaje. En el aeropuerto me pidió dinero para comprar algo de comer en alguno de los puestos de comida rápida. No tenía más que unos pocos colones, con los que no hubiera llegado muy lejos. La miré mientras comía, absorta. Me pareció que se sentía confundida, tal vez enfadada consigo misma, tal vez nostálgica y enamorada.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola!
el mensaje está claro para mí.
Las mejores cosas pasan cuando uno se deja llevar y no porque toque.
Tu amiga iba al Caribe y tocaba ligar y así le fue.
Tu fuíste al Caribe a disfrutar de él, y te salió mejor.
Saludos.

R. G. dijo...

Hola! Pues sí, seguramente tienes razón. De todas formas solo algunas cosas de esta pequeña historia son reales. Un abrazo,