Al final de su vida, Jean Paul Sartre, un viejo ciego y tambaleante, vendía el periódico maoísta “La causa del pueblo” por las calles de París.
Sartre, Premio Nobel de Literatura que rechazó ir a recoger su premio, vivió rodeado de mujeres. Sin embargo, a esa edad avanzada ya no era el polígamo confeso que llenaba su vida con lo que él llamaba amores contingentes. Al no poder ver, la comida se le caía de la boca y algunas admiradoras lo contemplaban horrorizadas, sin poder soportar esta terrible visión de su maestro. Además, Sartre continuaba bebiendo en abundancia. En cierta ocasión, una amiga lo encontró tirado sobre la alfombra de su habitación, con una terrible resaca.
Jean-Paul Sartre decía que prefería a las mujeres antes que a los hombres porque estos le parecían cómicos, incluso ridículos. Las mujeres, en cambio, tenían una sensibilidad más desarrollada y sus conversaciones fluían de un modo natural. Los excesos con el alcohol, el tabaco y las drogas tales como coridrina o mezcalina, tuvieron sus consecuencias: pérdidas de equilibrio, mala circulación de la sangre y dolores atroces en las piernas. “La muerte no me da ningún miedo” –decía- “me parece un hecho absolutamente normal”.
Desde la terraza del café La Coupole, próximo a su apartamento, los garçons inclinaban sus cabezas ante el torpe hombrecito, tímido y tembloroso, vestido como un jubilado maoísta, que durante los últimos años se prodigaba con ellos en propinas y visitas. Se trataba de Jean Paul Sartre, una de las más altas expresiones de la inteligencia y el pensamiento del siglo XX.
No hay comentarios:
Publicar un comentario