JIA LU (Lotus Bearer)
Cuando llegó el momento de casarse Jizō, una alegre muchacha que vivía en los suburbios de Tokio, tenía nueve pretendientes. Todos la cortejaban, le enviaban ramos de narcisos y crisantemos y le dedicaban canciones. Parecía existir entre todos ellos una competición por alcanzar su corazón, aunque tal vez no fuera más que una simple cuestión de orgullo. Ella, sin embargo, no entendía este interés. Se creía sosa y fea, carente de gracia y con el cuerpo de una lagartija o una zarigüeya.
Jizō estaba aturdida y no sabía a cuál de sus aspirantes elegir, o si por el contrario, debía aguardar aún más, hasta que llegase el verdadero hombre perfecto, su alma gemela, que la quisiese y la cuidase, que le permitiera ser ella misma y crecer hacia el aire libre y hacia su propio interior, como las hojas y las raíces del gingko. Su vida futura dependía en gran medida de esta elección. Quería ser madre, tener un niño y criarlo como a un príncipe pobre, como a un emir de los arrabales, como a un samurái de los barrios destartalados. Para eso necesitaba una pareja que estuviera a su lado y le ayudara a educar a su hijo.
Jizō se fue con una amiga de vacaciones a un pueblo costero, deseando meditar en sus opciones. Todos los candidatos protestaron por su repentina ausencia, excepto uno de ellos, que la animó, manifestando al mismo tiempo su pena. Era, sin embargo el menos agraciado entre todos y, por lo que había podido averiguar, el más aficionado a las mujeres y a la vida de taberna.
En el pueblo los días pasaban en largos paseos al borde del mar, sesiones de gimnasia, baños, silencios y sonrisas. Su amiga, callada pero al mismo tiempo cálida y cercana no le preguntaba nada sobre su dilema, que conocía a la perfección, y Jizō, poco a poco iba madurando una respuesta.
Durante sus paseos conoció a un hombre extranjero, que se alojaba en un hotel cercano. Hablaba un japonés casi perfecto, algo que resultaba sorprendente. Jizō congenió con él y le explicó su dilema. Él le dijo que escuchara a su corazón. “Pero –replicó ella- el corazón es difícil de entender. Es voluble y a menudo muda de piel”. Cuando intentaba explorar sus sentimientos, la muchacha parecía inclinarse por el último candidato, aquel que no había puesto objeciones a su partida. Sin embargo, el extranjero, en sus paseos con ambas amigas, fue pasando a ocupar, poco a poco, un lugar en sus pensamientos.
El extranjero volvió a Tokio poco antes que ellas, pues deseaba asistir a un seminario budista y a unas representaciones de Teatro Nō, para hacer un reportaje sobre este tipo de arte teatral, influenciado por el budismo. Cuando la muchacha volvió a su vez, los candidatos reanudaron su asedio. Unos se presentaron en su casa, otros la llamaron por teléfono o le enviaron misivas perfumadas. Alguno la invitó a una excursión a las laderas del Fujiyama, con otro distinto acudió a una casa de té; uno más, serio y formal, la llevó a una ceremonia sintoísta. Jizō fue descartando, uno tras otro a esos candidatos, haciendo caso a sus sentimientos.
El pretendiente aficionado a la vida alegre la llevó a cenar a un restaurante occidental. Después fueron a bailar a un club moderno. Jizō se divirtió muchísimo aquella noche. Quedó varias veces más con él y sintió que al fin podía haber encontrado a su hombre ideal. Reía y bailaba, se sentía segura y protegida. No obstante, acordándose del extranjero, antes de dar el sí, acudió, con su amiga, a una sesión de Teatro Nō.
Jizō se preguntaba donde estaría aquel hombre que conoció en el pueblo costero. Miró a su alrededor, pero no lo vio. La obra trataba sobre una mujer con varios pretendientes. Sin embargo, todos los actores eran hombres, incluso quien hacía el papel de la protagonista lo era, si bien cubría su rostro con una máscara tallada en madera, de una extraordinaria belleza. Los actores hacían movimientos de mimo y leves acrobacias, acompañados por tambores y flautas. Sus movimientos eran suaves y contenidos.
Jizō se sintió identificada con la obra, muy relacionada con su dilema, o eso le pareció a la muchacha. Uno de los personajes, de apariencia extranjera, parecía amar en secreto a la heroína de la representación. De pronto su pulso se alteró al ver a aquel que buscaba en una de las primeras filas, totalmente concentrado en la obra. Entonces Jizō vio pasar el futuro antes sus ojos al lado de aquel hombre que miraba fascinado a los actores de Nō y le pareció que no podía aguardarle un destino más hermoso.
Cuando llegó el momento de casarse Jizō, una alegre muchacha que vivía en los suburbios de Tokio, tenía nueve pretendientes. Todos la cortejaban, le enviaban ramos de narcisos y crisantemos y le dedicaban canciones. Parecía existir entre todos ellos una competición por alcanzar su corazón, aunque tal vez no fuera más que una simple cuestión de orgullo. Ella, sin embargo, no entendía este interés. Se creía sosa y fea, carente de gracia y con el cuerpo de una lagartija o una zarigüeya.
Jizō estaba aturdida y no sabía a cuál de sus aspirantes elegir, o si por el contrario, debía aguardar aún más, hasta que llegase el verdadero hombre perfecto, su alma gemela, que la quisiese y la cuidase, que le permitiera ser ella misma y crecer hacia el aire libre y hacia su propio interior, como las hojas y las raíces del gingko. Su vida futura dependía en gran medida de esta elección. Quería ser madre, tener un niño y criarlo como a un príncipe pobre, como a un emir de los arrabales, como a un samurái de los barrios destartalados. Para eso necesitaba una pareja que estuviera a su lado y le ayudara a educar a su hijo.
Jizō se fue con una amiga de vacaciones a un pueblo costero, deseando meditar en sus opciones. Todos los candidatos protestaron por su repentina ausencia, excepto uno de ellos, que la animó, manifestando al mismo tiempo su pena. Era, sin embargo el menos agraciado entre todos y, por lo que había podido averiguar, el más aficionado a las mujeres y a la vida de taberna.
En el pueblo los días pasaban en largos paseos al borde del mar, sesiones de gimnasia, baños, silencios y sonrisas. Su amiga, callada pero al mismo tiempo cálida y cercana no le preguntaba nada sobre su dilema, que conocía a la perfección, y Jizō, poco a poco iba madurando una respuesta.
Durante sus paseos conoció a un hombre extranjero, que se alojaba en un hotel cercano. Hablaba un japonés casi perfecto, algo que resultaba sorprendente. Jizō congenió con él y le explicó su dilema. Él le dijo que escuchara a su corazón. “Pero –replicó ella- el corazón es difícil de entender. Es voluble y a menudo muda de piel”. Cuando intentaba explorar sus sentimientos, la muchacha parecía inclinarse por el último candidato, aquel que no había puesto objeciones a su partida. Sin embargo, el extranjero, en sus paseos con ambas amigas, fue pasando a ocupar, poco a poco, un lugar en sus pensamientos.
El extranjero volvió a Tokio poco antes que ellas, pues deseaba asistir a un seminario budista y a unas representaciones de Teatro Nō, para hacer un reportaje sobre este tipo de arte teatral, influenciado por el budismo. Cuando la muchacha volvió a su vez, los candidatos reanudaron su asedio. Unos se presentaron en su casa, otros la llamaron por teléfono o le enviaron misivas perfumadas. Alguno la invitó a una excursión a las laderas del Fujiyama, con otro distinto acudió a una casa de té; uno más, serio y formal, la llevó a una ceremonia sintoísta. Jizō fue descartando, uno tras otro a esos candidatos, haciendo caso a sus sentimientos.
El pretendiente aficionado a la vida alegre la llevó a cenar a un restaurante occidental. Después fueron a bailar a un club moderno. Jizō se divirtió muchísimo aquella noche. Quedó varias veces más con él y sintió que al fin podía haber encontrado a su hombre ideal. Reía y bailaba, se sentía segura y protegida. No obstante, acordándose del extranjero, antes de dar el sí, acudió, con su amiga, a una sesión de Teatro Nō.
Jizō se preguntaba donde estaría aquel hombre que conoció en el pueblo costero. Miró a su alrededor, pero no lo vio. La obra trataba sobre una mujer con varios pretendientes. Sin embargo, todos los actores eran hombres, incluso quien hacía el papel de la protagonista lo era, si bien cubría su rostro con una máscara tallada en madera, de una extraordinaria belleza. Los actores hacían movimientos de mimo y leves acrobacias, acompañados por tambores y flautas. Sus movimientos eran suaves y contenidos.
Jizō se sintió identificada con la obra, muy relacionada con su dilema, o eso le pareció a la muchacha. Uno de los personajes, de apariencia extranjera, parecía amar en secreto a la heroína de la representación. De pronto su pulso se alteró al ver a aquel que buscaba en una de las primeras filas, totalmente concentrado en la obra. Entonces Jizō vio pasar el futuro antes sus ojos al lado de aquel hombre que miraba fascinado a los actores de Nō y le pareció que no podía aguardarle un destino más hermoso.
2 comentarios:
Hola Ramón, está claro que hay que esperar. El precipitarse no lleva a ningún sitio.
Saludos
Hola de nuevo. Estoy de acuerdo solo a medias contigo. Creo que a veces es mejor no pensar y lanzarse de cabeza a lo que sea. Otras, probablente sea preferible meditar todo muy bien. Yo soy de estos últimos, pero a veces, para cuando te has decidido ha pasado la oportunidad. Muxuak Bilbotik
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