miércoles, 24 de junio de 2009

LA CIUDAD DE LA MUERTE



Su padre le había contado que los fénecs dormían por el día, y que a veces excavaban sus madrigueras, que rellenaban con plumas y pedacitos de piel, cerca de las jaimas donde viven los habitantes del desierto o de las casas de sus poblados. Antes de quedarse dormido, a Salek le parecía escucharlos escarbando la tierra, hasta hundirse en ella completamente y se imaginaba que un pequeño zorro aparecía a su lado y empezaba a olisquearle y a lamer su cara. Sin embargo, no les tenía ningún miedo. Sabía que solo se alimentaban de lagartos, de pájaros, de escorpiones y culebras. A veces, el muchacho dejaba fuera de la vieja casa donde vivían un recipiente con algún pequeño reptil que había encontrado muerto sobre la arena, para que los fénecs no pasaran hambre si esa noche no encontraban qué comer.

La guerra había atravesado el desierto con una crueldad insaciable, devorando pueblos enteros, llevándose a los hombres y a los muchachos, provocando el éxodo de las familias y las tribus. Los aviones pasaban a escasa altura sobre el cielo de Shara, vigilando los movimientos de las caravanas y arrojando, de tanto en tanto, bombas y proyectiles. Los gobiernos enviaban soldados y camiones repletos de armamento a las tierras donde las tribus nómadas habían vivido durante siglos, limitando sus movimientos y los de sus rebaños. Los ritmos de vida de los habitantes del desierto, que se habían mantenido inalterables durante miles de años, cambiaron por completo.

El padre de Salek había colaborado durante años con la guerrilla. Resultó herido en una emboscada, pero consiguió huir, regresando, tras un tiempo en la clandestinidad, a la vida nómada de sus antepasados. Después de su detención fue enviado a una prisión del norte, acusado de formar parte de los grupos secretos de los habitantes del desierto.

Al principio les mandaba desde allí cartas muy breves, de apenas unas líneas. La madre enseñaba a leer a su hijo con ellas, y después las repasaba para sí, muy lentamente, con lágrimas en los ojos, hasta desgastar el papel. Le hablaba al muchacho del hermoso lugar donde estaba su padre, un lugar que ella había inventado, y que no existía en el mundo real. Sabía que su marido estaba encerrado en una celda estrecha, sin ventanas, y que tan solo un tenue hilo de luz entraba por un agujero abierto en el techo, iluminando un pequeño espacio de claridad que cambiaba de lugar según la hora del día. De noche todo quedaba a oscuras, y los presos dormían abrazados para no morir de frío. Los compañeros que de tiempo en tiempo eran liberados le traían noticias de un mundo inhóspito y cruel, junto con breves cartas escondidas entre sus ropas, escritas con palabras borrosas y vacilantes, en las que se percibía un dolor oscuro y una amarga tristeza.

Acostumbrado a la vida del desierto, el padre de Salek pudo aguantar mejor que otros el terrible calor de los días y el frío implacable de las noches de la prisión, situada en mitad de una tierra vacía. Después fue enviado, junto con algunos de sus compañeros, a un lejano penal, un lugar feroz de castigo para los presos más peligrosos, los asesinos y los militantes subversivos.

Después de unos meses, únicamente seguían con vida la mitad de los prisioneros que habían sido enviados a aquel terrible lugar. Era tal su dureza que los propios carceleros le llamaban “la ciudad de la muerte”. Había presos que caminaban a cuatro patas, como perros, mientras otros se arrastraban sobre el suelo, igual que lagartos o serpientes, o no se levantaban jamás de su rincón en el suelo, como si solo esperasen el final de sus días.



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