En cierta ocasión, mientras pasaba la noche en un caserío de Araotz, el pueblo donde nació Lope de Agirre, apodado el Loco, el Peregrino y el Tirano, me desperté sobresaltado. A mi lado, en la cama, había una chica, que también estaba en la casa y a la que había conocida la noche anterior. Me asusté y entonces ella me dijo: “¿no quieres que me quede?”. “No, quiero dormir” le contesté malhumorado. Me pregunto cómo hubiera actuado si en lugar de ser poco agraciada físicamente, hubiera sido una mujer guapa e irresistible.
Aquello fue un hecho excepcional, que jamás me había vuelto a suceder, como dicen que pasa con algunas oportunidades, que si no las aprovechas no se presentan nunca más. Sin embargo, a veces los hechos mágicos ocurren cuando menos los esperamos.
Acabo de llegar, cargado con mi maleta, de un viaje a Senegal. Iba sin ninguna ilusión, sin expectativas. Tenía ganas de hacer algo distinto con mis vacaciones. Sin embargo, no fui yo a ese viaje, sino que el viaje vino a mí, como sucede tantas veces. Acudí a una agencia especializada en recorridos de aventura y me apunté, por eliminación, a ese destino, cogiendo una habitación individual.
No me costó mucho entrar en el grupo. Éramos varios los que viajábamos solos. Entre ellos, Irene, una chica de Madrid, siete u ocho años más joven que yo. Poco a poco la relación entre nosotros se fue estrechando. Habían pasado tres o cuatro días y notaba que Irene, que hasta entonces parecía no haberse percatado de mi existencia, había empezado a mirarme con un interés especial.
Una noche salí a sentarme en una hamaca, junto a la piscina del hotel. Tenía la lejana esperanza de verla, por una de esas extrañas conexiones de tiempos, pensamientos y espacios y en efecto, unos minutos después apareció. Se sentó a mi lado y después de hablar un rato del calor asfixiante y de los lugares donde habíamos estado durante el día, en un largo silencio lleno de promesas pensé en besarla, pero no me atreví. Entonces noté que era ella quien me cogía la mano y se la llevaba a los labios.
Entró tras de mí en el cuarto, sin necesidad de que yo la invitase. Nos besamos, nos llenamos de caricias, enlazamos nuestros brazos, nuestras piernas, nuestras pelvis, nuestros cuerpos ansiosos de encontrarse. Después nos quedamos dormidos. De madrugada, me desperté, sobresaltado, tal vez por la costumbre de dormir solo y noté su hermoso cuerpo que seguía a mi lado. Tenía sueño y quería seguir durmiendo pero también quería permanecer así para siempre, abrazado a su pecho de agua salada, a su cuerpo de aire.
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