martes, 23 de junio de 2009

LOS FÉNECS



Desde que era muy pequeño, su padre le contaba viejas historias del desierto. Entre todas ellas, las preferidas de Salek eran aquellas que hablaban de los fénecs, los pequeños zorros que vivían escondidos entre las dunas, con las orejas puntiagudas y el pelaje del mismo color que la arena. Muchas noches, acurrucado al lado de su madre sobre una estera de lana, dentro de su jaima de nómadas, el muchacho se dormía escuchando estas historias, y luego soñaba con ellos.

Por aquel tiempo, en una pequeña población situada al borde del desierto, unos soldados detuvieron a su padre, y se lo llevaron con ellos, atado, entre golpes e insultos. Entonces, Salek, que aún era muy pequeño y su madre se fueron a vivir a Shara, un pueblo fantasma, antiguo oasis en las rutas de la venta de esclavos.

Las lagunas y acequias que atraían hasta Shara a los viajeros del desierto eran ahora pantanos de aguas insalubres, llenos de mosquitos que transmitían la malaria, una enfermedad temida por todos. En la mayoría de las casas, abandonadas por sus antiguos habitantes, solamente vivían pequeños animales nocturnos, murciélagos, escorpiones o serpientes. El resto de las escasas construcciones del poblado, las chozas y los rediles que aún quedaban en pie estaban ocupados por los exiliados del desierto y sus rebaños, por ancianos recolectores de dátiles, por prófugos y bandidos.

Salek subía cada día hasta lo más alto del poblado para ver pasar a lo lejos las caravanas de sal. Las largas hileras de camellos atravesaban el desierto en varias direcciones, sobre las dunas enrojecidas por el óxido de hierro, y regresaban por el mismo camino, varias semanas después. A veces los viajeros y los comerciantes que formaban las caravanas se acercaban hasta Shara para intercambiar alimentos, ropas y otros productos con los habitantes del poblado fantasma. El niño los miraba acercarse con los ojos muy abiertos, fascinado por estar tan cerca de ellos. Las mujeres iban cubiertas con túnicas y velos, mientras que los hombres, temerosos de ser atacados por los bandidos que, según habían oído contar, se refugiaban en Shara, mostraban de forma ostentosa sus cuchillos y revólveres bajo la ropa.

Cerca del poblado se erguían unas lomas rocosas, erosionadas durante miles de años por el viento y por antiguas lluvias, ya olvidadas. En su interior la tierra roja escondía cuevas profundas e intrincadas, cuyas paredes estaban cubiertas con dibujos de primitivas civilizaciones. Los muchachos de Shara iban a menudo hasta allí y se quedaban observando, a la luz del sol, las grandes figuras de animales que sus antepasados habían esculpido sobre las rocas exteriores. Después penetraban en las grutas con un haz de luz y veían, recortándose sobre los muros irregulares, las gacelas, los búfalos, los leopardos y las leonas al acecho, las cebras o las jirafas, animales que habían vivido en aquellos parajes durante los lejanos tiempos en que estuvieron cubiertos de campos y bosques extensos, y atravesados por ríos que los hacían fértiles. Salek, bajo la débil luz de su antorcha, buscó dibujos de zorros, pero no vio ninguno.


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