Inventamos un nuevo juego, el juego de las estatuas. Con la luz apagada, nos movíamos por una habitación bastante grande. Quien se encontraba con alguien le cogía de la mano y tras unos momentos de mutua deliberación, en completo silencio, decidían si querían seguir con el juego o dejarlo. Si ambos aceptaban, la persona que había sido contactada no podía moverse, mientras que el que lo había elegido tenía absoluta libertad para expresarse como quisiera. Podía explorar su cuerpo, podía hacer que se arrodillase o se tumbase de una forma pasiva, incluso besarle o tocar sus órganos sexuales. No había un límite, salvo por el hecho de que el que ambos podían acabar en cualquier momento con la experiencia.
Cuando descubrí el juego de las estatuas, me sentí subyugado por completo. Ese día éramos en la sala cerca de quince personas, la mitad hombres y la mitad mujeres, más o menos. De estas últimas, había dos que me resultaban bastante atractivas, y una de ellas, Isis, sencillamente arrebatadora. Al no poder ver, no sabía cuando podía encontrarme con ella. A veces me parecía que estaba cerca, y buscaba su contacto o admitía su mano cuando tomaba la mía. Pero no sabía con seguridad si había acertado. En una ocasión supe con certeza que estaba con ella, pues abrí ligeramente los ojos y la entreví en las tinieblas, pero transcurridos unos pocos segundos rehusó mi compañía.
A veces era un hombre el que se acercaba. Entonces, tras iniciar un primer contacto, rehuía mantenerme junto a ellos, a pesar de que algunos deseaban seguir a mi lado. Una vez, no obstante, me equivoqué, y quien creía que era una mujer resultó ser un muchacho.
En un caso, la propuesta llegó más lejos de lo que esperaba. Una mujer me tocó y respondí con premura. Comenzó a besarme e incluso acarició mi pene con suavidad y dulzura. Tuve rápidamente una erección. Ella siguió jugando con su mano y después me bajó ligeramente el pantalón. Me costó mantener la inmovilidad hasta que eyaculé en su boca, mientras le acariciaba el pelo largo y liso con mi mano convulsa. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido Isis.
Jugamos durante varios días más al juego de las estatuas. Algunos de los partcipantes iban y venían, llegaba gente ajena al grupo, y entonces surgían nuevos intereses, nuevas pasiones, mujeres a las que deseaba con fuerza y otras de las que huía en cuanto las reconocía por el tacto o llegaban a mí. Luego nos encontrábamos por la ciudad, o comíamos juntos con sonrisas cómplices y miradas que, al igual que en el juego, se encontraban o preferían huir.
Pocos días después me tuve que marchar. Volví a casa, a la vida rutinaria, a mi trabajo y a mis estudios ocasionales. Mi novia me esperaba en la estación de tren. Vino hacia mí y la besé largamente. En aquel momento cerré los ojos y sentí un vivísimo deseo de estar besando a Isis, la chica del juego de las estatuas.
Cuando descubrí el juego de las estatuas, me sentí subyugado por completo. Ese día éramos en la sala cerca de quince personas, la mitad hombres y la mitad mujeres, más o menos. De estas últimas, había dos que me resultaban bastante atractivas, y una de ellas, Isis, sencillamente arrebatadora. Al no poder ver, no sabía cuando podía encontrarme con ella. A veces me parecía que estaba cerca, y buscaba su contacto o admitía su mano cuando tomaba la mía. Pero no sabía con seguridad si había acertado. En una ocasión supe con certeza que estaba con ella, pues abrí ligeramente los ojos y la entreví en las tinieblas, pero transcurridos unos pocos segundos rehusó mi compañía.
A veces era un hombre el que se acercaba. Entonces, tras iniciar un primer contacto, rehuía mantenerme junto a ellos, a pesar de que algunos deseaban seguir a mi lado. Una vez, no obstante, me equivoqué, y quien creía que era una mujer resultó ser un muchacho.
En un caso, la propuesta llegó más lejos de lo que esperaba. Una mujer me tocó y respondí con premura. Comenzó a besarme e incluso acarició mi pene con suavidad y dulzura. Tuve rápidamente una erección. Ella siguió jugando con su mano y después me bajó ligeramente el pantalón. Me costó mantener la inmovilidad hasta que eyaculé en su boca, mientras le acariciaba el pelo largo y liso con mi mano convulsa. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido Isis.
Jugamos durante varios días más al juego de las estatuas. Algunos de los partcipantes iban y venían, llegaba gente ajena al grupo, y entonces surgían nuevos intereses, nuevas pasiones, mujeres a las que deseaba con fuerza y otras de las que huía en cuanto las reconocía por el tacto o llegaban a mí. Luego nos encontrábamos por la ciudad, o comíamos juntos con sonrisas cómplices y miradas que, al igual que en el juego, se encontraban o preferían huir.
Pocos días después me tuve que marchar. Volví a casa, a la vida rutinaria, a mi trabajo y a mis estudios ocasionales. Mi novia me esperaba en la estación de tren. Vino hacia mí y la besé largamente. En aquel momento cerré los ojos y sentí un vivísimo deseo de estar besando a Isis, la chica del juego de las estatuas.