lunes, 4 de agosto de 2008

LA DALIA AZUL


Myumi recibió una dalia azul en su casa de Tokio. Vivía sola desde hacía unos meses y apenas se relacionaba con nadie, fuera de sus trabajos de investigación para la Facultad de Medicina.

La flor venía en una caja muy bonita, y tenía el largo tallo envuelto en un diminuto recipiente alargado, para prolongar su vida. Myumi la puso en un vaso y luego la trasladó a un viejo jarrón que limpió cuidadosamente. Así la mantuvo con vida, espléndida, durante unos días.

La dalia no llevaba ninguna tarjeta ni nada que permitiera identificar al autor del envío. Al principio la muchacha pensó que sería cosa de algún compañero de la facultad, o en último término, de algún alumno más joven que ella, aunque no creía ser de esas mujeres capaces de despertar tempestades a su alrededor. Cuando semanas después la dalia se marchitó, Myumi recibió un nueva flor, esta vez una rosa, también de color azul.

Las cosas siguieron así durante casi un año. Cada cierto tiempo, la muchacha recibía una flor, siempre azul, sin tarjeta ni dato alguno. Por fin, un día se atrevió a llamar a la floristería, que se encontraba en un barrio del centro de la ciudad. Le dijeron que el encargo se había hecho, como había pasado las demás veces, por correo electrónico, realizándose el pago mediante tarjeta de crédito. No quisieron darle el nombre del pagador, pero sí le proporcionaron, curiosamente, su dirección de e-mail, alnilam@yahoo.com, que no parecía decir gran cosa sobre su dueño. Después, ella comprobó que alnilam era el nombre de una estrella azul que brilla en el centro de la constelación de Orión.

Al día siguiente Myumi se atrevió a escribir un mensaje de correo a esa dirección. No tuvo respuesta en varios días, lo cual no pudo achacar a la lentitud del sistema de correo, sino a la discreción, la timidez o tal vez la sorpresa de su poseedor. Transcurrida una semana, recibió un correo escueto, escrito en un inglés no demasiado correcto. “Me ha sorprendido tu mensaje, pero a la vez me alegra mucho…”. Empezaba así. El misterioso remitente de las flores azules firmaba como Martín Battaglia, un argentino de aproximadamente su misma edad, que se dedicaba, al igual que ella, a la investigación biomédica. “Te conocí en un congreso, en Boston. Me llamaste mucho la atención. Yo fui solo y me senté cada día cerca de ti, sin atreverme a decirte nada. Luego ya fue tarde. Tú te fuiste a tu país y yo al mío. Pero siempre me he acordado de tí. Ibas casi siempre de azul, con tejanos y una camisa clara. Esa es la única razón del color de las flores”.

La relación se mantuvo así, en la distancia, por un tiempo. Se escribían correos electrónicos, chateaban, se veían por medio de sus web-cams, hablaban por teléfono e intercambiaban opiniones sobre su trabajo. Los dos querían ir a un próximo congreso, que iba a celebrarse en Berlín, y hacían planes para verse y pasar juntos el mayor tiempo posible.

De repente, los mensajes y las flores cesaron. Myumi escrutaba cada día su correo electrónico, esperando noticias de Martín. No supo nada en varias semanas. Cuando se acercó la fecha del congreso, la Facultad le ofreció asistir, con todos los gastos pagados. La muchacha renunció. Cuando llegó a casa vio que la última flor, una rosa azul, enviada hacía ya cuatro semanas, y que ella había cuidado con un mimo excepcional, se había marchitado. Entonces, volvió a salir a la calle, se sentó en un parque solitario y se quedó de noche, sola, buscando una estrella cualquiera, resplandeciente y anónima, entre las constelaciones del cielo.