El día anterior al temblor, Pedro Rafael Exú tuvo el presentimiento de que algo terrible sucedería. Estaba muy nervioso, como un animal que adivinara la desgracia. Llamó a su madre y a sus hermanos, que vivían a cientos de kilómetros, sin nada que decirles, visitó a sus amigos, volvió a su casa y se puso a mirar la televisión, sin ganas de comer. No paraba quieto en ningún lugar. Después salió de nuevo a pasear pero regresó enseguida. Hacía mucho calor y la ciudad parecía un hierro al rojo vivo.
El día del seísmo fue también muy caluroso. Todo comenzó al atardecer. Fueron dos sacudidas que duraron unos segundos infinitos. Pedro Rafael sintió las ásperas convulsiones de la tierra que dibujaron largas grietas en los muros de su casa y movieron los muebles hacia un lado y después hacia el lado contrario. Los cajones se abrieron y saltaron al suelo, los cristales estallaron, buscando su cuerpo como los puñales de un lanzador de circo. Sin embargo, él resultó indemne y su casa aguantó en pie.
Justo después, alarmado, salió a recorrer las calles. La falla geológica sobre la que se había levantado la ciudad se había quebrado. Muchas casas estaban destruidas y la gente buscaba heridos entre las ruinas. Profundas grietas recorrían las calles y rasgaban el pavimento de los parques, las plazas y el paseo marítimo. Era casi de noche. No había agua ni electricidad. La luna espectral y la luz roja de los incendios era la única iluminación de los aquejados por los temblores, que vagaban tristemente con velas y linternas.
Justo después, alarmado, salió a recorrer las calles. La falla geológica sobre la que se había levantado la ciudad se había quebrado. Muchas casas estaban destruidas y la gente buscaba heridos entre las ruinas. Profundas grietas recorrían las calles y rasgaban el pavimento de los parques, las plazas y el paseo marítimo. Era casi de noche. No había agua ni electricidad. La luna espectral y la luz roja de los incendios era la única iluminación de los aquejados por los temblores, que vagaban tristemente con velas y linternas.
Bancos, hoteles y clubes nocturnos se habían desplomado, hiriendo de muerte a algunos empleados y a sus visitantes. Los puestos del mercado estaban hundidos y las mercancías se apilaban en completo desorden. Pedro Rafael observó las estatuas caídas de los gobernantes y artistas célebres, el éxodo de las familias que huían por temor a nuevas sacudidas y los saqueadores que eran detenidos o tiroteados por la policía.
El muchacho pasó los días siguientes levantando escombros, rescatando a los heridos y consolando a los familiares de los muertos. De cuando en cuando regresaba a su casa para llamar a su familia y dormir unas horas. Segundos antes de quedarse dormido pensaba que hay algo de hermoso en las desgracias. Lamentaba cada muerto, cada herido, cada huérfano, cada casa destruida, cada vecino sin hogar. Pero nunca antes había sentido tanto interés por los otros, nunca había estado tan unido a sus vecinos, con los que hace días apenas se saludaba, nunca hasta entonces se había sentido una pieza que encajara a la perfección en la realidad contradictoria y temblorosa, en el mundo exultante y lleno de vida que le rodeaba.