domingo, 10 de agosto de 2008

EL CALLEJÓN DE LAS TORMENTAS


En el Callejón de las Tormentas no viven respetables padres de familia, señoras bien vestidas que se juntan para tomar el té, sacerdotes o militantes políticos conservadores. Allí únicamente van a vivir los aventureros, los viajeros de África o de Asia, los navegantes solitarios, los músicos, los actores y titiriteros, los exploradores de las cumbres del Himalaya y todos aquellos que son incapaces de sobrellevar resignadamente las reglas estrictas de una vida anodina y vulgar.

Sus habitantes vienen y van, cargados con mochilas, bolsas o maletas, con violonchelos, lienzos de pintura, guitarras y ordenadores. Hoy están aquí, pero mañana tal vez dormirán en París, en Katmandú o en Tegucigalpa. Transcurrido un tiempo regresan de nuevo al Callejón, cargados de pequeños regalos sin valor y de la nostalgia de infinidad de recuerdos. Antes de que tengan tiempo de deshacer sus equipajes, sus casas están llenas de visitantes que quieren oír sus historias y ponerles al día de los sucesos recientes, como si acabaran de llegar de una travesía interestelar.

Los niños que viven en el Callejón de las Tormentas corretean alegremente, recorriendo sus rincones ocultos mientras descubren nuevos lugares para sus juegos. Sin saberlo se preparan para un futuro activo y maravilloso, para una vida intensa y audaz. Tal vez acaben viviendo en otra ciudad, en otro país. A nadie parece importarle. El mundo entero es su casa y todos sus habitantes son una parte de sí mismos.

Al atardecer, el Callejón se llena de música y de gente. Todos salen a encontrarse con los otros, en las puertas de los cafés, en las plazas y jardines, en las playas, en el largo paseo que bordea el mar. Se saludan y se cuentan apasionadamente lo sucedido desde que se vieron por última vez, y tejen proyectos y nuevos planes. Cuando el sueño por fin les asalta regresan somnolientos a sus casas, mirando a las estrellas, como si tratasen de descubrir en ellas las señales de su rumbo.