Lo poco que se del amor y del sexo lo aprendí en el Club Saigón. Allí fue donde encontré la gran pasión de mi vida. Era una chica muy joven, quince años menor que yo, nacida en Colombia. Se llamaba Luz Marina, y me dijo que era de Siape, un pequeño barrio de Barranquilla, en la costa atlántica del país. Luz Marina trabajaba en ese club como animadora y stripper.
La primera vez que acudí a ese lugar fue para acompañar a un amigo. No se trata de una excusa. Por aquel entonces, por diversas circunstancias, no me interesaban demasiado las mujeres ni el sexo, y mucho menos aún si, como se rumoreaba sobre el club, eran de pago. Pedro, mi amigo, quería celebrar por todo lo alto algo que no recuerdo, y decidió que eso significaba cenar, tomar unas copas e ir a un strip-tease.
El club era un lugar divertido para un hombre, incluso para mí, que, como decía, sentía en aquella época muy poco interés por estos asuntos. En su interior había varios ambientes, un bar normal, una especie de pub más sofisticado, un pequeño restaurante con mesas corridas, un espacio con futbolines y otros juegos, una discoteca repleta de gente y la sala de strip-tease. Sospecho que el club en realidad no acababa ahí, que existían otras estancias, aunque yo nunca las vi.
Tomamos algo en el bar, que no era diferente de cualquier otro de los alrededores. Después fuimos a la sala de strip-tease. Era bastante amplia. Sobre un espacio elevado estaban las chicas. Eran excepcionalmente guapas para lo que me había imaginado, o tal vez es que había bebido demasiado para esas horas. Nada más ver a Luz Marina sentí un escalofrío. Sí, era guapa también, pero no se trataba de la típica mujer que vuelve locos a los hombres. Era delgada y de piel algo oscura. Creo que vio que la observaba porque después, en la discoteca, ya vestida como una chica normal, se puso a bailar a mi lado.
Esa noche solo hablé un rato con ella, queriendo parecer simpático, que creo que es la peor manera de intentar conquistar a una mujer. Me hubiera ido a la cama con ella esa misma noche, del mismo modo que hubiera ido a ver amanecer o a mirar como los semáforos cambiaban de color en los cruces de calles. Solo quería estar a su lado.
Regresé una semana después con el mismo amigo. Él había desaparecido la primera noche con una chica del club y quería volver a verla. Yo supuse que las dos cobraban por estar con hombres, aunque me dijo que no le había pedido dinero. Volvimos a la sala de strip-tease. Juraría que Luz Marina, al verme, se puso nerviosa, aunque tal vez sea lo que quise creer. Después, en la discoteca bailé con ella reggae, calypso y reggaeton. Me fijé en que varios matones controlaban a las chicas desde lejos, pero no se acercaron a mí. Quiso que la esperase fuera. Salió con una bolsa de deporte a la espalda, como quien viene de hacer gimnasia. Esa noche fui a dormir a mi casa con Luz Marina.
Quedé muchas veces con ella. Me dijo que era algo que no se veía bien en el club y que era mejor que no fuera más por allí. Le hice regalos, le invité a cenar, pasó en mi casa muchas noches, pero nunca me pidió dinero. Sin embargo, supongo que se acostaba con otros. Nunca se lo quise preguntar.
No fui al club durante meses, hasta que de repente, Luz Marina desapareció. Llevaba unos días un tanto extraña, pero no pensé que ocurriese nada grave. Acudí varias veces al club, pero no estaba allí. El portero me dijo que se había marchado con una amiga al extranjero y que era mejor que no volviera. No dejó una nota, no llamó para despedirse, no dijo nada.
Años después, ya casado con una mujer por la que sentía un cariño amable pero distante, recibí una tarjeta postal desde Cartagena de Indias. En la imagen se veía la plaza principal de la ciudad, atestada de gente. No había nada escrito, solo su nombre, Luz Marina. Ninguna dirección, ningún teléfono. Tan solo el matasellos y su firma. Coloqué la tarjeta de pie en mi biblioteca y desde entonces la miro cada noche, como si esperara que, entre las personas inmóviles que llenan la fotografía, saliera ella de repente para venir a abrazarme.
La primera vez que acudí a ese lugar fue para acompañar a un amigo. No se trata de una excusa. Por aquel entonces, por diversas circunstancias, no me interesaban demasiado las mujeres ni el sexo, y mucho menos aún si, como se rumoreaba sobre el club, eran de pago. Pedro, mi amigo, quería celebrar por todo lo alto algo que no recuerdo, y decidió que eso significaba cenar, tomar unas copas e ir a un strip-tease.
El club era un lugar divertido para un hombre, incluso para mí, que, como decía, sentía en aquella época muy poco interés por estos asuntos. En su interior había varios ambientes, un bar normal, una especie de pub más sofisticado, un pequeño restaurante con mesas corridas, un espacio con futbolines y otros juegos, una discoteca repleta de gente y la sala de strip-tease. Sospecho que el club en realidad no acababa ahí, que existían otras estancias, aunque yo nunca las vi.
Tomamos algo en el bar, que no era diferente de cualquier otro de los alrededores. Después fuimos a la sala de strip-tease. Era bastante amplia. Sobre un espacio elevado estaban las chicas. Eran excepcionalmente guapas para lo que me había imaginado, o tal vez es que había bebido demasiado para esas horas. Nada más ver a Luz Marina sentí un escalofrío. Sí, era guapa también, pero no se trataba de la típica mujer que vuelve locos a los hombres. Era delgada y de piel algo oscura. Creo que vio que la observaba porque después, en la discoteca, ya vestida como una chica normal, se puso a bailar a mi lado.
Esa noche solo hablé un rato con ella, queriendo parecer simpático, que creo que es la peor manera de intentar conquistar a una mujer. Me hubiera ido a la cama con ella esa misma noche, del mismo modo que hubiera ido a ver amanecer o a mirar como los semáforos cambiaban de color en los cruces de calles. Solo quería estar a su lado.
Regresé una semana después con el mismo amigo. Él había desaparecido la primera noche con una chica del club y quería volver a verla. Yo supuse que las dos cobraban por estar con hombres, aunque me dijo que no le había pedido dinero. Volvimos a la sala de strip-tease. Juraría que Luz Marina, al verme, se puso nerviosa, aunque tal vez sea lo que quise creer. Después, en la discoteca bailé con ella reggae, calypso y reggaeton. Me fijé en que varios matones controlaban a las chicas desde lejos, pero no se acercaron a mí. Quiso que la esperase fuera. Salió con una bolsa de deporte a la espalda, como quien viene de hacer gimnasia. Esa noche fui a dormir a mi casa con Luz Marina.
Quedé muchas veces con ella. Me dijo que era algo que no se veía bien en el club y que era mejor que no fuera más por allí. Le hice regalos, le invité a cenar, pasó en mi casa muchas noches, pero nunca me pidió dinero. Sin embargo, supongo que se acostaba con otros. Nunca se lo quise preguntar.
No fui al club durante meses, hasta que de repente, Luz Marina desapareció. Llevaba unos días un tanto extraña, pero no pensé que ocurriese nada grave. Acudí varias veces al club, pero no estaba allí. El portero me dijo que se había marchado con una amiga al extranjero y que era mejor que no volviera. No dejó una nota, no llamó para despedirse, no dijo nada.
Años después, ya casado con una mujer por la que sentía un cariño amable pero distante, recibí una tarjeta postal desde Cartagena de Indias. En la imagen se veía la plaza principal de la ciudad, atestada de gente. No había nada escrito, solo su nombre, Luz Marina. Ninguna dirección, ningún teléfono. Tan solo el matasellos y su firma. Coloqué la tarjeta de pie en mi biblioteca y desde entonces la miro cada noche, como si esperara que, entre las personas inmóviles que llenan la fotografía, saliera ella de repente para venir a abrazarme.