jueves, 28 de agosto de 2008

LA MONTAÑA DE CRISTAL


Era ya de noche cuando Walter Songoma llegó al pie de la montaña de cristal. Llovía con fuerza en aquel lugar perdido de Asia. Pensó que tal vez se hubiera equivocado al desviarse casi trescientos kilómetros de su camino para ir hasta allí. Durmió en el interior de su todo-terreno, echando los asientos hacia adelante y extendiendo su saco de dormir en el exiguo espacio restante.

Al día siguiente, Walter comenzó muy temprano la ascensión. El día era radiante y se veían pequeños animales y pájaros de todas clases. La vegetación era frondosa y muy variada, con infinidad de plantas y flores de especies desconocidas. Songoma se sentía mucho más animado que la noche anterior y le pareció que aquel lugar era un pedazo del paraíso.

Había oído hablar mucho de esta montaña. Se decía que en ella vivían unos espíritus que protegían el paso por la vida de aquellos que la ascendían y dejaban un presente en el templo que había en su cima, y que, desde entonces no les abandonaba jamás la buena fortuna.

Walter se cruzó con varias personas que subían y bajaban por el sendero con ofrendas para los espíritus de la montaña. Como no hablaba su lengua, se entendía con ellos mediante gestos.

En el lugar más alto, a la puerta del rústico templo, una muchacha ofrecía piedras con formas hermosas a los visitantes. Era muy guapa y hablaba un poco de inglés. Walter le preguntó en broma si se iría con él a ver Asia. La chica se rió y un brillo de excitación cruzó su mirada, pero le dijo que no, que se iba a casar muy pronto, y que después tendría hijos y se haría vieja allí, vendiendo piedras y collares a los peregrinos de la Montaña de Cristal.

En la puerta del templo Songoma se puso de rodillas, como vio que hacían el resto de los devotos. Imploró la ayuda de los espíritus del lugar para él y para todos aquellos a los que quería, y fue a despedirse de la muchacha. Esta le regaló un collar de piedrecillas rojas. Le dijo que lo llevara siempre, al cuello, anudado en su mano o en un bolsillo y que mientras regresaba por los senderos de la montaña, hablara con sus espíritus con dulzura, como se habla a los niños, y que estos estarían para siempre de su parte, allá donde estuviera.

Walter bajó la montaña hablando con las rocas, con los árboles, con los pájaros y las lagartijas. Después, al llegar a su base, arrancó el coche y se fue. Estaba contento. Por alguna extraña razón le parecía que los pequeños habitantes de la montaña de cristal le habían escuchado realmente. Tal vez, alguno, pequeño e invisible, sin lazos de amor o planes de futuro en aquella tierra, viajaba con él, a su lado, como un polizón, para visitar a los espíritus que viven por todos los rincones de Asia.