Girolamo vivió muchos años en un viejo caserón, grande y luminoso, del barrio marítimo de la ciudad, conocido por todos como la Casa de la Vida.
Pasaba fuera largas temporadas, en lugares de los que muchos nunca habían oído hablar, como Bayamo, Inverness, Manzanillo, Liubliana, Essaouira, Arcachon o Zanzíbar. De allí llegaban de cuando en cuando tarjetas postales y regalos inesperados para sus amigos y vecinos. Después de un tiempo, Girolamo regresaba a la casa donde había nacido y donde vivieron sus padres, transformando cada instante de su vida en una obra de arte maravillosa y fugaz.
Organizaba cenas y fiestas, hablaba en voz baja con sus amigos, meditaba a solas frente al mar, aparejaba barcos, hacía excursiones en moto, en automóvil, en bicicleta, salidas de surf o patinaje, tocaba música, descendía cañones y ascendía montañas, salía de madrugada para participar en reuniones secretas, tenía varias amantes y conocidos misteriosos.
Girolamo tuvo tres hijas con mujeres de distintos continentes. Enseñaba a todos sus fotografías, y al verlas, las lágrimas comenzaban a caer por su cara como un reguero de desgracias. A veces llegaba a la Casa con alguna de ellas y permanecían juntos durante meses, descubriendo un mundo maravilloso del que las pequeñas no querían salir cuando por fin eran reclamadas. Tanto es así, que en la gran casa de Girolamo acabaron viviendo las tres niñas con sus madres, sus nuevos maridos y algunos familiares que llegaban de tiempo en tiempo desde los rincones más recónditos del planeta.
Girolamo volvió muy enfermo de uno de sus viajes. Estaba ausente y febril, hablaba de seres de otro mundo, de hombres que vivían bajo la piel del mar, de muchachas que arrancaban a los hombres, muy lentamente, el aliento de vida que aún les restaba. Cuando por fin murió, su recuerdo permaneció durante muchos años en el Barrio, como el de un cometa, bello y refulgente, que hubiera atravesado el firmamento dejando un rastro de diminutas estrellas.
En la Casa de la Vida aún residen dos de sus hijas. Una tiene rasgos indios y la piel oscura, la otra los ojos rasgados y una sonrisa enigmática. Una rústica inscripción recuerda a su padre en la puerta de la Casa. Está escrita a mano, tal vez por alguna de sus antiguas amantes, y dice así: “Aquí besé a Girolamo por primera vez y desde entonces vive en mis labios”.