Un amigo mío, Stanislav, me contó un hecho extraño: “El día que murió mi padre estaba yo con él en su habitación”, dijo. “Se veía que ya no tenía fuerzas, que estaba exhausto, y sabíamos que aquel era el final, que no se podía hacer nada. Me quedé a su lado, terriblemente apenado, y de repente escuché un pequeño grito. No se si salió de su garganta, pero yo hubiera dicho que no, que venía de al lado de su cama, pero que no era él quien lo había emitido. Tampoco era un grito desgarrador, sino algo natural, como si fuera un fenómeno normal, como el viento, la nieve o la lluvia. Poco después, la enfermera apareció y nos dijo que todo había acabado”.
“Recuerdo que le hice un comentario sobre aquel grito. La enfermera me miró, sin parecer sorprendida, y no dijo nada. Simplemente me dio un beso en la mejilla, me dijo que lo sentía enormemente, que le había cogido mucho cariño a mi padre, y salió. Creo que lo dijo de corazón. Siento no haber vuelto a ver a aquella mujer. Creo que era alguien que valía la pena”.
Pocos días más tarde, estando en un bar con un grupo grande de amigos, se me ocurrió comentar lo que había dicho Stanislav. Creo que a la mayoría le pareció que no era un tema para hablar en una conversación distendida, alrededor de unas cervezas, como aquella, pues se quedaron callados, un tanto incómodos. Sin embargo, Shamash, otro amigo a quien veía muy poco, intervino entonces: “Es extraño. Cuando murió mi abuelo yo escuché algo muy parecido. Estábamos todos a su alrededor y creo que fuimos varios los que lo oímos claramente, aunque no quisimos hablar de ello después. Era como si alguien invisible lanzase un pequeño grito, sin demasiada fuerza, pero perfectamente audible. Era incluso hermoso, alegre. Me acuerdo como si lo estuviera escuchando ahora mismo”.
Esa coincidencia me hizo interesarme por el tema. Pregunté a algunos conocidos que habían perdido recientemente a un familiar. Nadie recordaba nada así. Luego miré en internet. Probé con las palabras muerte y grito en inglés, alemán y francés, idiomas en los que soy capaz de leer con ciertas dificultades. Encontré millones de páginas que relacionaban ambos términos. Pasé unos días entrando y saliendo de ellas.
Solo encontré una página que me interesó. Además, para mi sorpresa, estaba escrita en castellano, mi propio idioma materno. No aparecía por ningún lado el nombre del autor ni su país de procedencia. Relataba experiencias muy similares a las vividas por Stanislaw y Shamash, a todo lo largo del mundo, en la India, en Namibia, en Liberia, en Islandia, en el Perú y en cientos de lugares más, por personas de todas las razas y de cualquier condición social.
Quien describía estos hechos aventuraba una hipótesis. Existe otro mundo y es, sin duda, un buen lugar. Allí estuvimos una vez. De allí venimos todos. Allí hay mucha gente que nos quiso y que aún nos echa en falta, como hay gente que nos quiere en este mundo y nos echará en falta cuando ya no estemos. El grito demuestra la alegría del universo, de sus fuerzas ocultas, porque volvemos a ser una parte de él, de ese todo del que un día, inocentes, partimos.
“Recuerdo que le hice un comentario sobre aquel grito. La enfermera me miró, sin parecer sorprendida, y no dijo nada. Simplemente me dio un beso en la mejilla, me dijo que lo sentía enormemente, que le había cogido mucho cariño a mi padre, y salió. Creo que lo dijo de corazón. Siento no haber vuelto a ver a aquella mujer. Creo que era alguien que valía la pena”.
Pocos días más tarde, estando en un bar con un grupo grande de amigos, se me ocurrió comentar lo que había dicho Stanislav. Creo que a la mayoría le pareció que no era un tema para hablar en una conversación distendida, alrededor de unas cervezas, como aquella, pues se quedaron callados, un tanto incómodos. Sin embargo, Shamash, otro amigo a quien veía muy poco, intervino entonces: “Es extraño. Cuando murió mi abuelo yo escuché algo muy parecido. Estábamos todos a su alrededor y creo que fuimos varios los que lo oímos claramente, aunque no quisimos hablar de ello después. Era como si alguien invisible lanzase un pequeño grito, sin demasiada fuerza, pero perfectamente audible. Era incluso hermoso, alegre. Me acuerdo como si lo estuviera escuchando ahora mismo”.
Esa coincidencia me hizo interesarme por el tema. Pregunté a algunos conocidos que habían perdido recientemente a un familiar. Nadie recordaba nada así. Luego miré en internet. Probé con las palabras muerte y grito en inglés, alemán y francés, idiomas en los que soy capaz de leer con ciertas dificultades. Encontré millones de páginas que relacionaban ambos términos. Pasé unos días entrando y saliendo de ellas.
Solo encontré una página que me interesó. Además, para mi sorpresa, estaba escrita en castellano, mi propio idioma materno. No aparecía por ningún lado el nombre del autor ni su país de procedencia. Relataba experiencias muy similares a las vividas por Stanislaw y Shamash, a todo lo largo del mundo, en la India, en Namibia, en Liberia, en Islandia, en el Perú y en cientos de lugares más, por personas de todas las razas y de cualquier condición social.
Quien describía estos hechos aventuraba una hipótesis. Existe otro mundo y es, sin duda, un buen lugar. Allí estuvimos una vez. De allí venimos todos. Allí hay mucha gente que nos quiso y que aún nos echa en falta, como hay gente que nos quiere en este mundo y nos echará en falta cuando ya no estemos. El grito demuestra la alegría del universo, de sus fuerzas ocultas, porque volvemos a ser una parte de él, de ese todo del que un día, inocentes, partimos.