viernes, 8 de agosto de 2008

UN MUCHACHO PARECIDO A HAROLD LLOYD


Sus padres murieron con pocos meses de intervalo, y Ludovic, aún un muchacho, se quedó sólo. Es decir, prácticamente sólo, pues unos meses antes le habían regalado un perro recién nacido que posiblemente hubiese terminado de otra forma con un cartucho de perdigones entre los sesos.

Se hicieron inseparables. Siempre fue un perro pequeño, afilado, y curiosamente eran muchos los que decían que se parecía físicamente al propio Ludo. En todos esos años sólo dejaron de compartir sus vidas por unos meses, en que acuciado por la falta de trabajo, o mejor dicho, de dinero, pues no creo que estar sin trabajar inquiete a nadie, y a pesar de ser aún un muchacho, decidió marchar hacia el Levante español, donde pasó un tiempo dedicado a recoger fruta.

El antiguo piso de sus padres pasó a estar ocupado en un alquiler sin ningún tipo de contrato por unos conocidos de Ludovic, que se comprometieron verbalmente a cuidar del animal hasta que Ludo regresara o hasta que se hubiera establecido definitivamente y se lo llevase. También debían ingresar en su cuenta corriente una cantidad de dinero muy modesta, que sin embargo los nuevos inquilinos no llegaron a pagar ni siquiera el primer mes.

En una ocasión, de madrugada, oí un ruido en mi puerta y me levanté a ver de qué podía tratarse. Era el perro, que, conociendo mi casa, había acudido allí buscando un refugio. Lo tuve conmigo aquella noche y al día siguiente lo llevé de vuelta a la casa de Ludovic. El piso estaba literalmente destrozado, incluso habían empezado a derribar el tabique que separaba la cocina del pasillo y un grueso cable eléctrico colgaba a la altura de los ojos. Aquella visita me sirvió para confirmar que ninguno de aquellos muchachos desaliñados y esqueléticos tenía la más mínima inquietud por el perro o por alguna de las pertenencias de Ludovic.

Algunas noches, cuando llegaba a mi calle, de madrugada, lo veía corretear sin rumbo. Lo dejaba en el balcón de mi piso y unos días más tarde lo volvía a devolver a su casa. A mi no me gustan demasiado los perros.

Ludovic volvió con una furgoneta muy vieja y algo de dinero, y se encontró con que no tenía sitio en su propio piso. Vino unos días a mi casa y después pasó a vivir con otros amigos. No se atrevía a ir a su propia casa, al hogar de sus padres. El perro dormía en la furgoneta. Un buen día, el perro, la furgoneta y Ludovic desaparecieron.

Hace tiempo que Ludovic regresó de sus viajes de negocios. Hizo algo de dinero que perdió en pocos meses. Hay gente que nunca ha tenido el más mínimo sentido práctico, lo cual no tiene por qué ser un defecto. La vieja furgoneta dijo que ya estaba bien de recorrer el mundo y se paró. Hoy está aparcada, con sólo dos ruedas, en una zona despoblada cercana a su casa. Alguna vez el perro y el propio Ludo han dormido allí, aunque ha recuperado su piso, lo cuál le costó una pelea indescriptible con insultos, golpes, amenazas y maldiciones de todo tipo. Apenas tiene dinero y, muy ocasionalmente trabaja, nunca por más de cuatro o cinco días. Sin embargo, tiene su propio piso y cobra un pequeño salario social.

Hoy me han contado lo que pasó con el perro. Murió hace unos días. Se que para Ludovic esa muerte fue probablemente mucho más dolorosa que si hubiera sido la de cualquier otro miembro de su entorno, incluso la de sus padres, con los que no se llevaba demasiado bien, o la mía, que soy uno de sus pocos amigos. Pero posiblemente no sea este el momento de filosofar sobre la amistad.

Me han dicho también que no sabía qué hacer con el cadáver, y que lo metió, tras muchas dudas, en una gran bolsa de plástico y lo dejó en la zona marcada con una gran X donde según la normativa municipal deben ser depositadas las basuras. Estuvo esperando en la ventana a que llegase el camión, y vio el momento exacto en que lo cargaban, y como, poco a poco, entraba la bolsa de color azul claro entre los dientes de la trituradora.

Nadie ha vuelto a ver a Ludovic. Yo mismo he pasado meses sin acordarme de él, pero la furgoneta sigue aún en su sitio, corroída por el óxido y con los asientos y las puertas rotas. A los niños les gusta entrar allí y jugar dentro de ella, mover el volante, juntarse en la parte trasera para urdir hisorias, aventuras, planes de una vida maravillosa.