El café Sefarad está en un callejón del Lower East Side de Nueva York, en el barrio judío de la ciudad. En los alrededores del café pueden verse antiguas sinagogas y vitrinas de elegantes joyerías que exhiben sus caros diamantes. A poca distancia se encuentran el barrio chino y el barrio italiano.
El café es muy antiguo, y ha cambiado muchas veces de nombre. Según cuenta su actual propietario, que ha querido mantener su denominación a pesar de no tener ascendencia judía, sino cubana, hace más de cien años fue un destacado punto de reunión de estafadores y aventureros, e incluso de antiguos piratas, la mayoría recién llegados a la ciudad desde otros destinos, buscando dar un nuevo rumbo a sus vidas. Después pasó a ser, sucesivamente, un centro de referencia para los inmigrantes llegados del este de Europa, en su mayor parte húngaros, y durante los peligrosos años treinta una guarida de gángsters de poca monta.
El actual nombre del café proviene de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuando una pareja de judíos sefarditas procedentes de Salónica, donde durante siglos se habló el castellano antiguo, emigró hasta aquí para salvar sus vidas del exterminio de los judíos de esta ciudad, sobre los que los nazis aplicaron su política genocida.
Muchos de los carteles que aún permanecen en el bar se encuentran escritos en dos idiomas, el inglés y el ladino o judeo-español, lengua derivada del castellano mezclado con catalán, portugués, italiano, provenzal, turco, griego e incluso francés. Todo ello hizo que fuera también un lugar de reunión, en aquellos años, de republicanos españoles y refugiados políticos de las dictaduras sudamericanas. Según reza en uno de estos carteles, los dueños del local estaban muy interesados en que no se les confundiera con otros judíos, como los askenazi, de origen centroeuropeo o los mizrahim, a quienes algunos llaman también sefardíes, pero que sin embargo no tienen su origen en la Península Ibérica, sino en Oriente.
Hoy no visitan el café los miembros de ningún clan o grupo étnico diferenciado, salvo que pretendamos identificar como tales a los jóvenes neoyorquinos que acuden de compras a las modernas tiendas del barrio y después se dirigen a él para escuchar conciertos de blues o de música progresiva. De día, sin embargo, algunos ancianos que aún hablan la extraña lengua de aquellos que fueron expulsados de España por los Reyes Católicos conversan en voz baja, como si temieran ser desalojados por un presidente moderno y despótico del último refugio de su vida errante.