El Devastador quiere ser más a toda costa. Le sobra atrevimiento y fanatismo, prepotencia o malignidad para ello, pero le falta inteligencia y clase. Aún así, está dispuesto a pagar cualquier precio por ascender en el escalafón de la vida canalla.
Si hubiese nacido en los lejanos tiempos de la Inquisición, sería de los que estaría alimentando, para hacer méritos, el fuego donde se cocían, a fuego lento, los acusados de participar en akelarres.
El Devastador odia lo sencillo, lo natural y lo autóctono. Exterminaría a todos los indígenas y a las personas humildes del planeta y pondría en su lugar abogados, comerciantes, ingenieros y contables. A veces, para ir con los tiempos, se declara socialista, pero si de modo casual le rozase por la calle un obrero metalúrgico acudiría urgentemente a darse la vacunación antitetánica.
Trabaja lo menos posible y hace trabajar a los demás lo más que puede. Misteriosamente, estira los días y las fiestas para trabajar aún mucho menos. Sus vacaciones se multiplican a lo largo del año, busca excusas y subterfugios, salidas insospechadas, horarios imposibles que incrementan exponencialmente sus días de ocio.
El Devastador está grueso, pues come sin pausa, devorando dulces, féculas y grasas saturadas. Sin embargo, se ve a sí mismo como un ejemplo de armonía y belleza. Cree músculos lo que son tan solo acumulaciones de grasa alrededor de su cuerpo voluminoso. Piensa que está fuerte como un toro. Tal vez acierte con la familia animal, pero desgraciadamente, se equivoca de lleno con la especie o, cuando menos, con el género.
El Devastador escapa por el momento a su destino cruel, que es un lejano sacrificio en el altar que espera a todos los bóvidos o una muerte por infarto, debido a las grasas que van colapsando lentamente las arterias de su cuerpo. Cuando esto suceda, su esposa, triste y a su vez aliviada, le llorará un ratito y después acudirá, suspirando y haciendo pucheros, a consolarse en una de esas animadas reuniones de viudas que decoran las cafeterías de lujo.
Si hubiese nacido en los lejanos tiempos de la Inquisición, sería de los que estaría alimentando, para hacer méritos, el fuego donde se cocían, a fuego lento, los acusados de participar en akelarres.
El Devastador odia lo sencillo, lo natural y lo autóctono. Exterminaría a todos los indígenas y a las personas humildes del planeta y pondría en su lugar abogados, comerciantes, ingenieros y contables. A veces, para ir con los tiempos, se declara socialista, pero si de modo casual le rozase por la calle un obrero metalúrgico acudiría urgentemente a darse la vacunación antitetánica.
Trabaja lo menos posible y hace trabajar a los demás lo más que puede. Misteriosamente, estira los días y las fiestas para trabajar aún mucho menos. Sus vacaciones se multiplican a lo largo del año, busca excusas y subterfugios, salidas insospechadas, horarios imposibles que incrementan exponencialmente sus días de ocio.
El Devastador está grueso, pues come sin pausa, devorando dulces, féculas y grasas saturadas. Sin embargo, se ve a sí mismo como un ejemplo de armonía y belleza. Cree músculos lo que son tan solo acumulaciones de grasa alrededor de su cuerpo voluminoso. Piensa que está fuerte como un toro. Tal vez acierte con la familia animal, pero desgraciadamente, se equivoca de lleno con la especie o, cuando menos, con el género.
El Devastador escapa por el momento a su destino cruel, que es un lejano sacrificio en el altar que espera a todos los bóvidos o una muerte por infarto, debido a las grasas que van colapsando lentamente las arterias de su cuerpo. Cuando esto suceda, su esposa, triste y a su vez aliviada, le llorará un ratito y después acudirá, suspirando y haciendo pucheros, a consolarse en una de esas animadas reuniones de viudas que decoran las cafeterías de lujo.
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