Ulises sintió un sobresalto al encontrar su camino cerrado por un furgón de policía. Huyó apresuradamente en dirección contraria mientras el corazón le latía en el interior del pecho como un pescado atrapado en una red, notando disparos que le perseguían como las líneas que dejan en el cielo las estrellas fugaces. Después, en el aire silencioso del anochecer, atravesó corriendo a gran velocidad el puerto iluminado por tenues puntos de luz hasta llegar, agotado, al portal de una casa conocida, en un barrio de casas bajas y descuidadas que parecían salidas de un cuento de monstruos y hadas.
Llamó varias veces, con una secuencia establecida de antemano, pero no respondió nadie desde el interior. Pensó que sus compañeros habrían huido, pero no observó rastros de disparos o de golpes ni huellas de vehículos. Ulises apoyó su frente desnuda en el cristal de la ventana, sollozando calladamente. Después se alejó cabizbajo y dio solo unos pasos, tambaleándose de angustia, para acabar sentándose en un escalón, frente al mar, escondiendo la cara convulsionada entre sus manos.
Había pasado ya la medianoche. No había nadie en el paseo del puerto y apenas podían entreverse algunas siluetas en las ventanas, que no parecían preocuparse de echar una ojeada a la calle. De repente el muchacho notó, con un escalofrío, que había alguien a su lado. Era un niño de siete u ocho años que le acariciaba su mano con un solo dedo, sin decir nada. Ulises, con lágrimas aún en la cara, se quedó sorprendido, tanto por la actitud tranquila del chiquillo como por encontrar a alguien tan pequeño solo a esas horas por la calle, pero no supo cómo reaccionar. Fue el chico quién habló por fin: “Mi madre dice que cuando alguien llora sólo hay que tocarle una parte del cuerpo, para que sepa que eres su amigo, y estar a su lado, sin decir nada”. Después, tras una pausa, le preguntó “¿Eres policía?. Llevas pistola”.
Ulises se incorporó de repente, como un animal a quien acecha la muerte. Sacó el arma del bolsillo de su abrigo, por donde asomaba ligeramente la culata y apuntó a los iris oscuros del muchacho. Después la apartó cuidadosamente, al tiempo que extraía de ella una bala. Cogió al niño fuertemente por la cabeza y le dijo, con la respiración entrecortada:
Llamó varias veces, con una secuencia establecida de antemano, pero no respondió nadie desde el interior. Pensó que sus compañeros habrían huido, pero no observó rastros de disparos o de golpes ni huellas de vehículos. Ulises apoyó su frente desnuda en el cristal de la ventana, sollozando calladamente. Después se alejó cabizbajo y dio solo unos pasos, tambaleándose de angustia, para acabar sentándose en un escalón, frente al mar, escondiendo la cara convulsionada entre sus manos.
Había pasado ya la medianoche. No había nadie en el paseo del puerto y apenas podían entreverse algunas siluetas en las ventanas, que no parecían preocuparse de echar una ojeada a la calle. De repente el muchacho notó, con un escalofrío, que había alguien a su lado. Era un niño de siete u ocho años que le acariciaba su mano con un solo dedo, sin decir nada. Ulises, con lágrimas aún en la cara, se quedó sorprendido, tanto por la actitud tranquila del chiquillo como por encontrar a alguien tan pequeño solo a esas horas por la calle, pero no supo cómo reaccionar. Fue el chico quién habló por fin: “Mi madre dice que cuando alguien llora sólo hay que tocarle una parte del cuerpo, para que sepa que eres su amigo, y estar a su lado, sin decir nada”. Después, tras una pausa, le preguntó “¿Eres policía?. Llevas pistola”.
Ulises se incorporó de repente, como un animal a quien acecha la muerte. Sacó el arma del bolsillo de su abrigo, por donde asomaba ligeramente la culata y apuntó a los iris oscuros del muchacho. Después la apartó cuidadosamente, al tiempo que extraía de ella una bala. Cogió al niño fuertemente por la cabeza y le dijo, con la respiración entrecortada:
”Ten, esta bala es tuya. Guárdala siempre y seguro que todo te va muy bien”.
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