Pasamos la tarde en Bled, un paisaje maravilloso de lagos, islas, castillos e iglesias y por la noche llegamos a Ljubljana, la capital de Eslovenia. Ljubljana es una ciudad parecida a muchas otras. La mayoría de las tiendas son las mismas que podemos encontrar en cualquier otra ciudad europea. Pero también la diferencian muchas otras cosas, ademas del idioma indescifrable y los dragones que protegen la entrada a sus puentes. A los dos lados del río que la atraviesa, la gente joven se reune en terrazas en mitad de la calle, de noche, a pesar del frío intenso. Muy pocos están en el interior de los bares y los cafés. Ocupan la calle, hablando y riendo, bien abrigados, mientras nosotros paseamos tiritando de frío. Es un ambiente mágico y lleno de vida.
De día, la ciudad se transforma. Está igualmente llena de vida, pero es una vida distinta. Sus habitantes y los abundantes turistas, entremezclados, visitan los mercados y las tiendas o callejean sin rumbo aparente. Ljubljana se hace simpática, uno se siente triste al partir y aún la echa en falta varios días después de haberla abandonado.