Siempre me ha gustado la historia de John Franklin. La escuché por primera vez en un disco de Pentangle, el grupo inglés de folk. Era John Renbourn quien cantaba esa canción lenta y triste, que narraba las desventuras de Franklin y sus marineros en la búsqueda del paso del Noroeste, una ruta marítima a través del Ártico que conectase el Océano Atlántico y el Océano Pacífico.
Sir John Franklin fue un capitán de barco y explorador inglés. Tuvo una vida aventurera y azarosa. Su primer viaje al Ártico fue en 1818, y esos territorios le fascinaron. Ahí empezó su obsesión por encontrar el Paso del Noroeste. En 1845, una vez conseguida la financiación necesaria, partió en su busca con dos barcos, el Erebus y el Terror y 129 hombres. Nunca regresarían. El destino que corrió esa expedición fue un misterio sin resolver hasta muchos años después de su partida.
La desaparición de la expedición de Franklin motivó una actividad frenética en el Ártico. Su mujer, Lady Franklin, costeó varias partidas de búsqueda con escaso resultado. De ese modo, en la búsqueda de Franklin se perdieron muchas más vidas que las que se pretendía salvar.
En una de estas expediciones, encontraron un inuit que relató cómo un grupo de 35 ó 40 hombres blancos habían muerto de hambre cerca de la desembocadura del río Back. El inuit le mostró varios objetos que fueron identificados como pertenencias de Franklin y sus hombres. Según parece los barcos habían quedado atrapados en el hielo durante dos inviernos, mucho más tiempo del que habían previsto. Se encontraron pruebas de que recurrieron al canibalismo. Sin embargo, hoy se cree que la causa más probable de la muerte de los expedicionarios fuese el escorbuto o tal vez las altas concentraciones de plomo que se encontraron en algunos de los cuerpos, producto del alto consumo de conservas, selladas con este material.