Sé que Gautama dijo una vez: “Soy un hombre despierto”. Yo, sin embargo, soy un hombre que está dormido la mayor parte del tiempo. Me despierto, oigo la radio, escribo, plancho la ropa, como y trabajo respondiendo llamadas telefónicas, concertando citas, acudiendo a reuniones y visitas. Sin embargo, mi mente está constantemente en otro lado, en algún lugar impreciso, en el mismo sitio donde giran las ideas en pequeños torbellinos, donde se esconden los recuerdos, donde se guardan los sueños recónditos, los odios acumulados, las pesadillas y los placeres perdidos o no vividos.
Hay unos pocos instantes cada día en que mi pensamiento no salta, mudando continuamente de una cosa a la otra, que sale de la zona de continuas hostilidades para centrarse en lo que hace, en lo que oye o ve, en lo que ocurre a su lado, en lo que desprecia o desea. Entonces no soy más o menos feliz, la vida no es mejor ni peor. Únicamente descubro que el mundo no está solo en el espacio de mi estrecha mente fosilizada y que existen alrededor personas, flores, galaxias, mosquitos y mariposas, trenes, atardeceres, nubes que vuelan a la altura de los ojos, corrientes invisibles que nos unen o nos alejan.
Es en esos momentos cuando observo a los ancianos y descubro que cuando uno envejece se esconde en su mente, en los espacios seguros, que ya no ve casi nada, que casi no escucha. Yo soy cada día un poco más viejo, cada día que pasa construyo un muro más grueso delante de mí. Si llego a vivir noventa años solo conoceré mi propio mundo, no hablaré porque no veré a nadie, no escucharé el viento o las olas, no sabré si hará sol o si será de día.
Tal vez Gautama fuera un hombre despierto. Yo, por el contrario, estoy cada vez más dormido. Vivo en mis sueños y aunque parezca que me muevo con sensatez y cordura todo es mentira. No estoy allí, donde parece que estoy, sino en un mundo extraño y cerrado, ni más hermoso ni más feo, pero tal vez más pequeño y oscuro, más triste.