sábado, 13 de septiembre de 2008

EL MUCHACHO SHUAR


Juan Agirregabiria, un marino vasco, descendiente de antiguos piratas y negreros, volvió a Deba, su pueblo de origen, a los 56 años de edad, después de permanecer en América durante más de dos décadas.

Juan no llegó solo. Lo acompañaba un niño de seis años, de rasgos inequívocamente indígenas, relacionado, sin duda, con sus andanzas por aquellas tierras, al que todo el mundo identificó como hijo suyo. Él ni afirmó ni desmintió tal extremo, sobre todo porque, como suele ocurrir en estos casos, muy pocos se lo preguntaron abiertamente.

El muchacho, llamado Ayui, era de raza shuar, lo que no pareció interesar a nadie de un modo especial, tal vez porque desconocían que el nombre con el que los conquistadores españoles habían bautizado a esta tribu no era ése, como se conocían ellos mismos, sino “jíbaro”, siendo su habilidad más relevante la práctica del ritual conocido como tzantza o reducción de cabezas.

No se tiene noticia de que el niño conservara estas inclinaciones, pues creció fuerte, sano y completamente normal, aprendió rápidamente el euskera y, con un pequeño retraso, a consecuencia de su tardía escolarización, acudió a la Universidad, donde se convirtió en ingeniero agrónomo. Fuera de esto, practicaba surf los días de fuerte oleaje, algo digno de mención en un nativo de la cuenca del Amazonas.

Cuando acabó sus estudios, Ayui viajó a Ecuador, su país natal, donde vivió varios años. Con él se llevó a Irantzu, una de las muchachas más guapas de los alrededores. Juan Agirregabiria, ágil aún para su edad, recorría cada día los paseos del pueblo costero, hablando con unos y con otros. Si alguno le preguntaba, él contestaba que Ayui e Irantzu habían tenido dos hijos, y que todo les iba muy bien.

Años después, Ayui volvió a Deba con Irantzu y los niños. Fueron a vivir al viejo caserón de Juan, situado frente a la playa, y allí se podía ver, cada día de verano, a los niños jugando entre los veraneantes y los grupos de jubilados que acudían desde los pueblos del interior a pasar la jornada.

Juan, el viejo marino, aún vive. Tiene más de ochenta años, pero recorre cada día, con paso lento, el camino que lleva hasta el final del malecón. Después se dirige hasta una cercana atalaya desde la que se divisa el mar. Allí, sin hacer caso a los surfistas ni a los barcos que pasan a lo lejos, se queda mirando largo rato a un punto indescifrable del horizonte. Nadie sabe si piensa en alguna ciudad perdida de América o en el lejano Amazonas, en alguna mujer que se quedó allá, o en el único puerto al que le queda por llegar, en su última travesía, que ya está próxima.