El azar lo llevaba cada tarde hasta el puerto. Allí abandonaba su ropa entre las barcas. Vestido con su traje de baño, se zambullía en el agua y buceaba perezosamente intentando rescatar los sueños perdidos en su infancia.
Después se secaba al sol sobre las piedras del muelle y salía a pasear, observando los ojos de buey de los barcos, iluminados por luces mortecinas.
En la puerta de las tabernas se juntaba con mujeres de voz ronca y con viejos amigos, hasta que, con las primeras lluvias de la noche, como cada jornada, volvía a su trabajo en el Hospital de las Marismas, el refugio de los hombres turbios que transitan los laberintos de la locura.
Llegaba a casa de madrugada, agotado y sombrío. Como un náufrago que se aferra a su salvavidas, buscaba el cuerpo desnudo de la mujer que, noche tras noche, sin pedir nada, lo aguardaba para enjuagar sus lágrimas de niño roto.
Después se secaba al sol sobre las piedras del muelle y salía a pasear, observando los ojos de buey de los barcos, iluminados por luces mortecinas.
En la puerta de las tabernas se juntaba con mujeres de voz ronca y con viejos amigos, hasta que, con las primeras lluvias de la noche, como cada jornada, volvía a su trabajo en el Hospital de las Marismas, el refugio de los hombres turbios que transitan los laberintos de la locura.
Llegaba a casa de madrugada, agotado y sombrío. Como un náufrago que se aferra a su salvavidas, buscaba el cuerpo desnudo de la mujer que, noche tras noche, sin pedir nada, lo aguardaba para enjuagar sus lágrimas de niño roto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario