martes, 15 de julio de 2008

DORMIR CON EL NÁUFRAGO

La noche anterior, su hija de cuatro años, Shahara, le había dicho algo que le hizo reír un buen rato: “Esta noche me toca a mi dormir con el náufrago, y mañana a ti”.

El náufrago era un pequeño muñeco de plástico, más grande que su mano, vestido como un expedicionario y salido de un juego de barcos antiguos.

Se había olvidado por completo de la frase cuando a media tarde, a punto de salir del trabajo recibió una llamada de su hermana: “Aita está en el hospital. Tiene neumonía”.

No había visto a su padre desde hacía seis meses. Ahora le cuidaba una chica de origen rumano, que pasaba en su casa día y noche, y el se había ido desentendiendo poco a poco de ir a visitarle.

Fue al hospital en cuanto pudo y allí le encontró, postrado en la cama, consciente pero febril y apagado. Lo vio algo peor de lo que esperaba, y decidió quedarse con él esa noche.

Desde la muerte de su mujer, dos años antes, su padre había sido un náufrago, alguien completamente desorientado en la vida, que se mantenía vivo por pura inercia. Había perdido todo su mundo y estaba en un medio extraño, sin saber a qué aferrarse para sobrevivir.

Desde el hospital, ya de noche, llamó a casa. Shahara le dijo: “Pero, aita, tienes que venir, te toca dormir con el náufrago”. Él musitó una excusa y se despidió cariñosamente de la niña. Después entró de nuevo en el cuarto y se sentó en el sillón del acompañante. Su padre ya dormía.

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