Aquella tarde, después de visitar las pirámides y la esfinge, nos duchamos y cambiamos de ropa y decidimos coger un taxi para ir a Han el Halili, el mercado principal de El Cairo.
El taxista, de nombre Tamer, nos recomendó un restaurante de comida tradicional para la cena y nos propuso que después fuéramos con él hasta un lugar auténticamente egipcio, el Café de los Saidis, donde podríamos ver el conocido baile sin estar rodeados de turistas. Según nos dijo en muy buen inglés, aquel era un sitio donde solo iban los egipcios y algunos árabes llegados de países cercanos, como Kuwait o Arabia Saudí, en viaje de negocios.
Tamer era grueso y alegre. Vestía pantalones vaqueros de gran circunferencia y hablaba sin parar. Era cristiano, y no parecía tener simpatía a sus compatriotas de otras religiones. Él mismo, por sus rasgos, no parecía egipcio.
Después de cenar fuimos al lugar convenido con Tamer. Llegamos al Café de los Saidis a las diez de la noche. Era un local amplio y algo sucio, con una tarima grande para los bailarines. El café estaba lleno de gente. Muchos de ellos vestían chilabas u otras ropas árabes y los narguiles pasaban de mesa en mesa, donde los grupos los compartían alegremente. También se veían algunas mujeres aisladas, protegidas en los grupos.
Los únicos turistas extranjeros que había en el café, además de nosotros mismos, eran tres mejicanos, altos y rubios, con los que empezamos a hablar. Tenían alrededor de veinticinco años y estaban haciendo un viaje de fin de estudios que les llevaría, después de El Cairo, a Madrid, París, Berlín y Moscú. Nos sentamos a su mesa, pensando que, evidentemente, no pertenecían a las clases desfavorecidas de su país.
El taxista, de nombre Tamer, nos recomendó un restaurante de comida tradicional para la cena y nos propuso que después fuéramos con él hasta un lugar auténticamente egipcio, el Café de los Saidis, donde podríamos ver el conocido baile sin estar rodeados de turistas. Según nos dijo en muy buen inglés, aquel era un sitio donde solo iban los egipcios y algunos árabes llegados de países cercanos, como Kuwait o Arabia Saudí, en viaje de negocios.
Tamer era grueso y alegre. Vestía pantalones vaqueros de gran circunferencia y hablaba sin parar. Era cristiano, y no parecía tener simpatía a sus compatriotas de otras religiones. Él mismo, por sus rasgos, no parecía egipcio.
Después de cenar fuimos al lugar convenido con Tamer. Llegamos al Café de los Saidis a las diez de la noche. Era un local amplio y algo sucio, con una tarima grande para los bailarines. El café estaba lleno de gente. Muchos de ellos vestían chilabas u otras ropas árabes y los narguiles pasaban de mesa en mesa, donde los grupos los compartían alegremente. También se veían algunas mujeres aisladas, protegidas en los grupos.
Los únicos turistas extranjeros que había en el café, además de nosotros mismos, eran tres mejicanos, altos y rubios, con los que empezamos a hablar. Tenían alrededor de veinticinco años y estaban haciendo un viaje de fin de estudios que les llevaría, después de El Cairo, a Madrid, París, Berlín y Moscú. Nos sentamos a su mesa, pensando que, evidentemente, no pertenecían a las clases desfavorecidas de su país.
Poco después anunciaron la salida de los saidis. Bailaban una danza originaria del sur de Egipto cuyas raíces se perdían en tiempos muy antiguos. Los bailarines, todos hombres, llevaban largos palos con los que hacían giros y ejercicios, que recordaban movimientos de artes marciales o acrobáticas. Era un baile lleno de energía y vitalidad. Los acompañaban unos músicos que tocaban una especie de violines, un extraño cuerno y varios instrumentos de percusión.
A continuación salió un grupo de mujeres que practicaban un baile similar, aunque más delicado y gracioso. Llevaban un pañuelo amarrado a la cintura y un velo en el cabello, aunque cubrían pudorosamente su vientre.
Los jeques allí presentes, vestidos completamente de blanco, aplaudían con pasión a las bailarinas y las miraban con un deseo indisimulado. Nosotros aplaudíamos también, aunque a nuestros ojos eran gruesas y poco atractivas.
A las dos de la madrugada, Tamer nos llevó al hotel. A medida que nos acercábamos a él, las pirámides majestuosas, moradas de los poderosos faraones, parecían decirnos que todo nuestro mundo moderno, ostentoso y engreído, no significa nada, y que desaparecerá para convertirse en arena.
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