martes, 29 de julio de 2008

EL SULTÁN


El Sultán vive majestuosamente, como un príncipe del lejano Oriente. No ha hecho nada en la vida que justifique su existencia regalada, sus privilegios o sus ganancias desmedidas, salvo conspirar en círculos políticos, cultivar amigos de interés, promover decapitaciones y encender hogueras de sacrificio de las que siempre consigue borrar su rastro.

Sus súbditos murmuran a su espalda y parecen despreciarle, pero le sonríen y le hacen reverencias si se encuentran con él en los corredores de palacio, como si se alegraran inmensamente de verlo. Él se inclina con desdén, escruta sus gestos y deduce sus pensamientos, con la sagacidad de un ave de cetrería. Después, elabora su lista de ceses y condenas, adiestra serpientes y tarántulas o envía cartas impregnadas en veneno.

El Sultán piensa que la felicidad consiste en administrar posesiones, fincas y cuentas bancarias o en tener más derechos que nadie, aún a costa de ofender o agraviar a los otros. Come y fuma con ansia, poniendo en riesgo los límites naturales de su cuerpo. No obstante, a pesar de su peso excesivo practica con destreza el arte de la esgrima, exhibe gestos de samurai y tiene una innata habilidad con las katanas.

El sultán magnifica enfermedades y acumula pretextos. Sus días pasan sin ocuparse de nada, sin tan siquiera acudir a su despacho honorífico, pues tiene otros que, por mucho menos, le ejecutan sus funciones, mientras él contempla su pequeño reino como si fuera un mundo perfecto, donde cada uno ocupa el lugar que justamente merece.

Mientras, la diosa de la muerte, hija de un halcón, lo mira pasar cada día y aguarda paciente en su minarete el instante de descargar sobre él su vuelo cruel, su ataque definitivo.