¿Te has parado alguna vez, en mitad de la calle, cuando llegas a casa de noche, solo, a mirar las estrellas?
¿Conoces alguno de sus nombres?. La mayoría tienen origen árabe, y muchos son especialmente bellos: Alnilam, Fomalhaut, Elnat, Meissa, Adhara, Altaïr, Enif, Rasalhague. Sus significados son igualmente hermosos: Wasat, “en medio del cielo”, Muphrid, “la estrella solitaria”, Tarf, “la mirada del león”, Sadalsuud, “la estrella de la suerte”, Aldebarán, “el que sigue a las Pléyades” o Alioth, “el caballo negro”.
Descendientes de aquellos hombres que pusieron nombre a las estrellas viven hoy entre nosotros, en un número que día a día crece. Pasean a nuestro lado, acuden a la oficina de empleo, cuidan de sus hijos y compran en nuestros supermercados, ante la indiferencia y la mirada condescendiente de muchos.
Los pueblos árabes dieron vida a las historias de las Mil y Una Noches, a Sherezade, Simbad y Aladino, que llenaron de magia nuestra infancia y juventud. Fueron el origen de historiadores, científicos y poetas de la hondura y la sencillez, como Omar Khayyam. En el seno del Islam hallaron la inspiración los derviches y los contadores de historias de El Cairo.
Tal vez los pueblos árabes hayan olvidado una parte de su pasado grandioso. Quizás, para recobrarlo precisen acercarse a él de nuevo, con los sentidos abiertos a las múltiples facetas que los constituyen, a los mercaderes del Sahara, a los nómadas tuareg, a los maestros sufíes, a la cultura de los antiguos egipcios, a los constructores de la Alhambra y la mezquita de Marrakesh, a los cazadores de animales salvajes de las antiguas praderas que hoy son solo desierto, a los hombres sencillos que en la inmensa soledad de las dunas dieron nombre a las estrellas.
¿Conoces alguno de sus nombres?. La mayoría tienen origen árabe, y muchos son especialmente bellos: Alnilam, Fomalhaut, Elnat, Meissa, Adhara, Altaïr, Enif, Rasalhague. Sus significados son igualmente hermosos: Wasat, “en medio del cielo”, Muphrid, “la estrella solitaria”, Tarf, “la mirada del león”, Sadalsuud, “la estrella de la suerte”, Aldebarán, “el que sigue a las Pléyades” o Alioth, “el caballo negro”.
Descendientes de aquellos hombres que pusieron nombre a las estrellas viven hoy entre nosotros, en un número que día a día crece. Pasean a nuestro lado, acuden a la oficina de empleo, cuidan de sus hijos y compran en nuestros supermercados, ante la indiferencia y la mirada condescendiente de muchos.
Los pueblos árabes dieron vida a las historias de las Mil y Una Noches, a Sherezade, Simbad y Aladino, que llenaron de magia nuestra infancia y juventud. Fueron el origen de historiadores, científicos y poetas de la hondura y la sencillez, como Omar Khayyam. En el seno del Islam hallaron la inspiración los derviches y los contadores de historias de El Cairo.
Tal vez los pueblos árabes hayan olvidado una parte de su pasado grandioso. Quizás, para recobrarlo precisen acercarse a él de nuevo, con los sentidos abiertos a las múltiples facetas que los constituyen, a los mercaderes del Sahara, a los nómadas tuareg, a los maestros sufíes, a la cultura de los antiguos egipcios, a los constructores de la Alhambra y la mezquita de Marrakesh, a los cazadores de animales salvajes de las antiguas praderas que hoy son solo desierto, a los hombres sencillos que en la inmensa soledad de las dunas dieron nombre a las estrellas.
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